sábado, 15 de junio de 2019

CLÁSICOS

Interculturalidad y crítica de la filosofía latinoamericana más reciente
Raúl Fornet Betancourt

1. Introducción 

El discurso intercultural, sobre todo en filosofía, es relativamente nuevo. Pero, como decía antes, la exigencia de la interculturalidad forma parte de la historia social e intelectual de América Latina desde sus comienzos, como demuestran, por ejemplo, las luchas hasta hoy ininterrumpidas de los pueblos indígenas y afroamericanos (sin olvidar las luchas de minorías como la asiática) o los testimonios de tantos pensadores latinoamericanos que nunca malentendieron la visión bolivariana de la unidad política en el sentido de un programa de uniformización que conllevase también la erradicación de la diversidad cultural. 

Desde este nivel de historia cultural cabe destacar los testimonios de Francisco Bilbao (1823- 1865), que opone a la «unidad de la conquista» un nuevo tipo de unidad que deberá estar basado en el respeto a la diferencia y conducir así a la consecución de «la fraternidad universal»; de Eugenio María de Hostos (1839-1903), que denuncia el crimen que significa hacer solidarios al indio al africano o al chino e «una civilización que no comprende»; de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), que, desde su visión de una universalidad no descastada, propone como idea fuerza para la creación de la cultura latinoamericana esta norma: «Nunca la uniformidad ideal de imperialismos estériles; sí la unidad, como armonía de la; multánimes voces de los pueblos»; o de José Martí (1853-1895), que acaso con más clarividencia que ningún otro supo articular en su obra el reclamo de comprender y reorganizar América Latina desde su real constitución intercultural. 

Que el discurso intercultural en los círculos filosóficos de América Latina sea relativamente nuevo y minoritario además muestra que incluso la filosofía latinoamericana se ha desarrollado en sus líneas dominantes de espaldas al desafío de la interculturalidad en su propio contexto. Su desarrollo no responde al reclamo de justicia cultural articulado en las luchas sociales y en los testimonios intelectuales mencionados. O sea, que no se hace cargo de la interpelación intercultural continuando todavía cerrada en gran medida a la posibilidad de refundarse desde la diversidad cultural latinoamericana. 

Reconozco, por otra parte, que esta crítica puede parecer un tanto exagerada, ya que se podría objetar -¡y con toda razón!- que precisamente en la segunda mitad del pasado siglo XX la filosofía latinoamericana ha dejado de ser aquella «flor exótica» de la que decía Andrés Bello (1781-1865) que «no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene», para convertirse en una reflexión auténtica y contextual que con derecho se califica a sí misma de filosofía latinoamericana. 

Como acredita justamente la obra de muchos de los filósofos citados antes como forjadores de la filosofía latinoamericana (Arturo Ardao, Enrique Dussel, Arturo A. Roig, Francisco Miró Quesada, Juan C. Scannone, Luis Villoro, Leopoldo Zea, etc.), ésta se ha ido desarrollando realmente en el marco de un amplio y vigoroso proceso de contextualización y de inculturación que representa un verdadero hilo conductor en el camino del re encuentro de la filosofía con la historia y la cultura latinoamericanas. Y hay que reconocer además que ese proceso de contextualización y de inculturación tiene que ser valorado también como un paso importante en la toma de conciencia del desafío de la interculturalidad, ya que su programática de desarrollo supone el tener en cuenta muchos de los complejos momentos de transformación intercultural y/o transcultural que caracterizan lo que bastante impropiamente llamamos historia y cultura latinoamericanas sin más.

Mi crítica, por tanto, no desconoce el progreso que significa el desarrollo de la filosofía latinoamericana como filosofía explícitamente contextual e inculturada; un progreso que, insisto en ello, también tiene consecuencias positivas para el «descubrimiento» de lo intercultural por la filosofía en América Latina. Mi crítica supone más bien esta transformación contextual de la filosofía en América Latina, cuya expresión viva es justo la filosofía latinoamericana, y, reconociendo su decisiva aportación, quiere hacer notar que es todavía insuficiente como respuesta al desafío de la interculturalidad. 

Subrayo por eso que se trata de una crítica constructiva (en sentido literal) que no intenta restar ni importancia ni méritos al proyecto filosófico realizado bajo el título de filosofía latinoamericana sino que, basándose en lo ya alcanzado, quiere más bien continuar en forma creativa dicho proyecto, planteando continuar el proceso de transformación contextual e inculturada con una tarea de redimensionamiento intercultural que debe conducir precisamente al nacimiento de filosofías contextuales redimensionadas por el diálogo mutuo. 

La legitimidad de mi crítica a la filosofía latinoamericana se deriva no del proyecto como tal sino de las deficiencias en la realización del mismo. Es decir, la crítica tiene su fundamento -como trataré de mostrar- en el hecho de que la filosofía latinoamericana no ha sabido llevar el proceso de contextualización y de diálogo con «la historia y la cultura latinoamericanas» a sus últimas consecuencias. O, dicho todavía de otro modo, no critico la culturización ni la contextualización de la filosofía que implica el programa de la filosofía latinoamericana, sino que critico la incoherencia del detenimiento de un proceso cuya dinámica de transformación conduce de por sí a una radical apertura intercultural. 

Desde la óptica crítica de la exigencia de la interculturalidad me parece, pues, legítimo señalar que el encuentro entre filosofía y realidad cultural propia que ha favorecido el desarrollo de la filosofía latinoamericana es un encuentro que tiene que ser visto como limitado e insuficiente porque en él la filosofía no se encuentra con la realidad cultural latinoamericana como expresión de una rica y viva diversidad de culturas sino que la encuentra en forma reducida y «seleccionada». 

Las razones que se pueden aducir para explicar este «selectivo» encuentro entre filosofía y realidad cultural propia en la filosofía latinoamericana son complejas y múltiples. En realidad, una explicación adecuada tendría que analizar el largo y conflictivo proceso histórico, político, social, económico, religioso y cultural que está detrás de la complejidad de las razones a que me refiero. Sin poder entrar ahora en el análisis de ese proceso ni en la presentación de todas las razones posibles, voy a enumerar a continuación sólo cuatro razones que me parecen particularmente relevantes en la explicación de las deficiencias interculturales que criticamos en la realización del proyecto de la filosofía latinoamericana. 

La primera razón está unida a un vicio antiguo, criticado ya desde hace mucho por la intelectualidad crítica de América Latina. Se trata del uso colonizado de la inteligencia que precisamente se intentó superar con la llamada a la «emancipación mental» del siglo XIX, y del que se hace eco también la filosofía latinoamericana. Creo que este vicio sobrevive hoy todavía y que su supervivencia es una de las razones que explican por qué incluso en la filosofía latinoamericana se encuentran manifestaciones que, a pesar de su indiscutible asiento con textual, delatan un uso colonizado de la razón, cómplice en el fondo de la herencia colonial; y ello no sólo debido a que sienten que su agenda filosófica no está realmente al día si no refleja la última moda de la filosofía en Europa o los Estados Unidos de América, sino también a que buscan -a veces con obsesión- el reconocimiento académico por parte de los filósofos «metropolitanos». Y es evidente que mientras perviva esta mentalidad de colonizado la filosofía latinoamericana no podrá abrirse de manera cabal al desafío de la interculturalidad ni sentido como una necesidad contextual que la obliga, por razones de credibilidad, a dialogar en primer lugar con la pluralidad cultural de América Latina en toda su diversidad, aunque esto implique tener que revisar incluso el nombre de «América Latina», como se verá luego. 

Concretizando la causa anterior indicaría como segunda razón a opción de facto por una visión civilizatoria tributaria del proyecto de la modernidad centroeuropea que se encarna, entre otras cosas, en los programas de «educación nacional» y, muy particularmente, en la formación filosófica que se trasmite así como en los métodos que se privilegian en la enseñanza y en la investigación filosóficas. De ahí, por ejemplo, la notoria inconsecuencia que se constata en la filosofía latinoamericana cuando se ve que, por una parte, impulsa y conduce un fuerte proceso de contextualización e inculturación de la filosofía, pero que mantiene, por otra, como relicto euro céntrico, la vigencia normativa del canon establecido por la tradición académica centroeuropea en la metodología filosófica. Para ilustrar esta clara deficiencia intercultural, baste aquí con recordar la opción metodológica de la filosofía latinoamericana por las fuentes escritas y por la forma escrita de expresión, por el análisis de textos y por la producción de textos, en una palabra, por una cultura filosófica escrita; y ello «curiosamente» en el contexto cultural de un mundo en el que la oralidad juega un papel de primer orden en la creación y transmisión de cultura. 

La tercera razón tiene que ver con el hecho, relacionado con la opción por la escritura, de que la filosofía latinoamericana conoce sólo dos lenguas de trabajo: el español y, en menor medida, el portugués. Las otras lenguas que se hablan en América Latina no hablan en la filosofía latinoamericana. Que ésta no hable armará, guaraní, quechua, náhuatl o kuna, es decir, que estos pueblos no estén presentes con sus lenguas y tradiciones en la filosofía latinoamericana y que ésta, por consiguiente, en vez refundarse como una gran escuela de traducción mutua, siga aferrada a su bilingüismo hispano-luso, es, obviamente, un testimonio contundente de su precaria apertura intercultural. Una filosofía bilingüe en un continente políglota no es suficiente para responder al desafío intercultural que le plantea la diversidad cultural de su contexto, ya que su misma fijación lingüística y conceptual le impone límites de comprensión y de expresión que se agravan justo cuando se trata de comprender al otro y de expresar la propia compresión del otro. 

La cuarta razón es, para mí, la razón fundamental. Pues, en última instancia, las otras tres causas que he nombrado hasta ahora la suponen como su condición explicativa. Es el hecho de que el proyecto de la filosofía latinoamericana se ha centrado preferencialmente en la tendencia de reducir la realidad cultural de América Latina al mundo cultural definido por la llamada «cultura mestiza». Esta cultura es, ciertamente, latinoamericana. Es más: es producto de transformaciones interculturales. Pero no se puede olvidar que no toda América Latina es mestiza y que la «cultura mestiza», el mestizaje cultural latinoamericano, por tanto, no es expresión suficiente de la diversidad cultural de América Latina. La «cultura mestiza» es una figura concreta de la pluralidad cultural de América Latina. De manera que pretender presentar el mestizaje como expresión de la cultura latinoamericana resulta un acto de colonialismo cultural que diluye las diferencias y, en la práctica, oprime y margina al otro. 

Por esta tendencia a leer toda la diversidad cultural latinoamericana desde la clave del mestizaje la filosofía latinoamericana ha llevado a cabo su proceso de contextualización y de inculturación en confrontación casi exclusiva con el mundo de la «cultura mestiza». Ésta ha sido, y es hoy todavía, su interlocutor preferido, creyendo que basta dialogar con ella para entrar en diálogo con toda América Latina. Pero en realidad dialoga con la cultura dominante y, centrándose en ella como fuente para su articulación como filosofía latinoamericana, cierra su horizonte a la experiencia intercultural de América Latina en toda su amplitud.

A la luz de las razones aducidas se comprende mejor lo que llamé antes el carácter cultural de la filosofía latinoamericana. Se ve, en efecto, que es filosofía que «sabe» a «cultura», que es, si se prefiere -empleando un término que no uso, pero que forma parte de la autocomprensión de la filosofía latinoamericana-, filosofía inculturada. Pero se nota también que su arraigo en la historia y en la realidad cultural latinoamericanas es parcial y selectivo porque toma como referencia fundamental para ello la cultura dominante del mundo mestizo y criollo, que no es tan inclusivista como se predica sino fuertemente excluyente e impregnada incluso de prejuicios racistas frente al afroamericano y al indígena. Sin olvidar, por supuesto, que es una cultura también machista y que eso se refleja de forma clara en la filosofía latinoamericana que parece reconocer sólo a «patriarcas» y «fundadores» en complicidad culpable con la marginación de la mujer en la cultura dominante. Pero volvamos al hilo argumentativo. 

Por eso creo que hay justificación para mantener la sospecha arriba expresada y reprochar a la filosofía latinoamericana que su carácter cultural es interculturalmente insuficiente o, dicho con mayor exactitud, que en relación con la diversidad cultural, contextual y fáctica, de América Latina le falta todavía carácter cultural. 

Esta percepción crítica de las deficiencias interculturales de la filosofía latinoamericana supone, lógicamente, la posibilidad de «verla con otros ojos», es decir, desde la emergencia de un nuevo horizonte de comprensión, más radical y/o contextual, que permite ver el discurso de la filosofía latinoamericana desde otras perspectivas. Pero, como todo en la historia, este nuevo horizonte no surge por arte de magia de un momento a otro. Es una «generación» histórica; un proceso, una tradición que en su posibilidad de eficacia histórica se corta y retorna en el curso de la historia. Guamán Poma de Ayala (1534-1617) y José Martí, por ejemplo, forman parte de aquellos que en América Latina ayudan a «generar» ese «nuevo» horizonte de comprensión. Y la misma filosofía latinoamericana, a pesar de sus limitaciones en este campo, tiene también su parte en ese proceso de gestación de un «nuevo» paradigma. 

Sin desconocer ni cuestionar, por tanto, la tradición que posibilita la aparición de ese «nuevo» horizonte de comprensión a cuya luz se hace manifiesta la deficiencia intercultural en el carácter cultural de la filosofía latinoamericana, hay que reconocer al mismo tiempo que su emergencia actual está directamente conectada con un fenómeno importante de la historia social y política de América Latina. 

Se recordará que desde que empezaron los preparativos para conmemorar, según la óptica o el interés ideológico, los quinientos años de la conquista, del encuentro entre dos mundos, de la invasión o del comienzo de la evangelización, en 1992, tiene lugar en toda América Latina un verdadero renacer de la resistencia de los pueblos indígenas y afroamericanos. La movilización de los mismos en movimientos sociales continentales que replantearon con nueva fuerza la vieja exigencia del derecho a la autodeterminación política, cultural y religiosa, representó, sin duda, un acontecimiento histórico decisivo para sacar a plena luz el déficit de interculturalidad en los estados latinoamericanos y sus culturas «nacionales». Con esta movilización los indígenas y afroamericanos reafirmaban su presencia como sujetos de su propia historia, y con derecho a una cultura propia. 

Esta reorganización de los pueblos indígenas y afroamericanos en un movimiento de resistencia popular en el contexto de «1992» marca por ello un giro en la historia reciente de América Latina; un giro que abarca ámbitos muy diversos, desde la educación a la religión, pero cuyo sentido no se puede reducir a los cambios que promueve en sectores determinados de la historia y cultura latinoamericanas. Su significado va más allá y toca algo que, al menos desde una perspectiva intercultural, resulta fundamental, a saber, que cambia también las condiciones de interpretación de la historia y de la cultura en América Latina. Pueblos que defienden su diferencia, que movilizan la vitalidad de sus tradiciones y afirman la diversidad, son pueblos que demuestran con su simple presencia que en América Latina historia y cultura se gestan en plural y que, en consecuencia, hay que contar con ellos tanto en la interpretación como en el diseño de América Latina. 

Con esto insinúo que ha sido menos una idea filosófica y más una práctica social, un fenómeno de la historia social y política, lo que ha contribuido en forma decisiva a la emergencia de ese «nuevo» horizonte de comprensión que desenmascara la unilateralidad de que adolece el arraigo cultural de la filosofía latinoamericana en el universo de las culturas latinoamericanas. Pero sea o no cierta esta hipótesis, la cuestión que debe ser planteada aquí es la siguiente: ¿cómo ha reaccionado la filosofía latinoamericana ante esta situación histórica tan densa en un sentido intercultural que se produce en América Latina en torno a «1992»? 

La teología cristiana latinoamericana ha interpretado esta especial coyuntura histórica de «1992» como un kairós, como un «momento propicio», como un «tiempo favorable» para promover una reorganización económica, social, política, cultural e institucional de América Latina y para emprender ella misma, como teología, nuevos caminos. 

Recogiendo, pues, la idea de base de esta interpretación teológica de «1992», quiero agudizar el sentido de la pregunta anterior, es decir, planteada como una pregunta que busca indagar si la filosofía latinoamericana ha sabido leer también «1992» como un kairós e iniciar desde él un nuevo proceso de transformación, como lo ha hecho, por ejemplo, la teología en América Latina. 

Aquí radica, dicho sea de paso, la razón de mi limitación a la filosofía latinoamericana de los últimos diez años. 

Si repasamos la obra de estos años de «grandes nombres» de la filosofía latinoamericana como, por ejemplo, Leopoldo Zea, Arturo Ardao, Arturo A. Roig, Enrique Dussel o Luis Villoro, podremos comprobar que la filosofía latinoamericana se ha ocupado amplia y profundamente de «1992». ¿Pero ha acertado a ver en «1992» un kairós para su apertura intercultural y su reformulación desde el diálogo entre iguales con los pueblos indígenas y afroamericanos? 


2. Leopoldo Zea 

Empiezo con Leopoldo Zea, no sólo por lo que representa su nombre en la filosofía latinoamericana sino también, y sobre todo, porque ningún otro filósofo en América Latina se comprometió tanto como él con el empeño de hacer de «1992» un tema de reflexión filosófica contextualizada. Como prueba de ello baste recordar, entre otras muchas actividades, que Leopoldo Zea fue desde 1987 el coordinador general de la Comisión Nacional Conmemorativa del V Centenario y que desde 1989 animó la publicación de una colección filosófica que lleva el significativo título de «500 años después». 

Y aunque en un principio Leopoldo Zea denuncia el eurocentrismo que trasluce la categoría de «descubrimiento», sus escritos posteriores a este respecto, sin embargo, no dejan duda de que para él la conmemoración de los 500 años de «historia común» no es una ocasión para recoger el desafío de un diálogo (intercultural) hacia dentro en América Latina sino ante todo la oportunidad histórica de trabajar por la reconciliación de la comunidad iberoamericana. 

En coherencia con la tesis central de su filosofía de la historia de la historia latinoamericana que, resumiendo, interpreta la historia de América Latina como una única historia de mestizaje, es decir, como la historia de las «comunidades nacionales» que, sobre la base fundamentalmente del criollo y del mestizo, se van formando desde la colonia, pero sobre todo desde la emancipación política en el siglo XIX en los distintos países latinoamericanos, Leopoldo Zea percibe «1992» como una situación histórica favorable para forzar la dinámica de desarrollo del proceso de mestizaje de ese único mundo latinoamericano en el que el indio y el afroamericano tienen que ser asimilados. 

Mestizaje es asimilación, y por cierto asimilación en el proyecto latinoamericano guiado por la matriz latina. 

Para comprender bien la tesis central de la filosofía de la historia latinoamericana de Leopoldo Zea hay que tener presente, en efecto, que su base interpretativa, su clave hermenéutica, es la idea de la «latinidad». Y ésta es también su clave para leer el desafío de «1992». Por eso no puede entender el reto intercultural que plantean de nuevo los pueblos indígenas y afroamericanos con su movilización en una campaña por el derecho a la autodeterminación política, cultural y religiosa que reclama precisamente el diálogo intercultural de América Latina hacia dentro, esto es, con su propia diversidad de culturas. Leopoldo Zea reduce ese desafío a un problema de asimilación en los órdenes nacionales existentes porque para él la «cuestión indígena», al menos en México, no es una cuestión de diferencia cultural sino de falta de integración social y económica del indígena. El problema no es el indígena como sujeto de una cultura diferente. Para Leopoldo Zea ese indígena ya no existe, pues ha sido vencido por la conquista, pero sobre todo por la «mexicanización» en el proyecto mestizo de la nación. Por eso el problema está en la «proletarización», en la marginación del indígena del proyecto nacional. El indígena tiene derechos como mexicano, no como perteneciente a esta o aquella otra etnia. 

En la coyuntura histórica de «1992» lo que está en juego para Leopoldo Zea es, por consiguiente, el futuro del proyecto latinoamericano como proyecto, bien entendido, de una comunidad de pueblos que se encuentran y reconocen en la herencia latina. 

Y si se puede hablar de algún cambio en la posición filosófica de Leopoldo Zea a partir de «1992», es que el discurso latinoamericanista (que acentuaba la diferencia de América Latina frente a España y a Europa en general) empieza a ser sustituido por un discurso iberoamericanista preocupado por subrayar la comunidad de origen y destino entre América Latina e «Iberia». Pero esto no es apertura intercultural sino un programa de reconciliación entre la América Latina y la Europa románica en la herencia de la latinidad, y en vistas a asegurar la participación de la cultura ibero-americana en la dialéctica del progreso de la humanidad para que ésta no quede a merced de la hegemonía del mundo anglosajón: 

Así, más allá de los quinientos años de la fecha en que se inicia la historia común de IberoAmérica, está el futuro que pueden protagonizar en común los pueblos al uno y al otro lado del Atlántico. Juntos constituyen un horizonte que se presenta amenazante por el triunfalismo de que hace gala el otro mundo que no tiene por qué ser la contrapartida del ibero; un mundo empeñado en mezquinar valores y logros que deben ser patrimonio de toda la humanidad. 

En aras de la reconciliación de la América Latina con «Iberia», de la integración del mundo iberoamericano como bloque cultural mestizo y de su función de interlocutor del mundo anglosajón, bajo las condiciones de la globalización actual, Leopoldo Zea nivela las diferencias culturales que la coyuntura histórica de «1992» agudiza en América Latina, para leer esta fecha exclusivamente bajo el signo del famoso lema del «Encuentro de dos mundos». Con lo cual neutraliza el significado histórico de esta fecha como acontecimiento que convoca al encuentro intercultural con los muchos mundos americanos, es decir, al «descubrimiento» reconocedor de la pluralidad cultural de América Latina en pueblos y culturas vivos que reclaman precisamente la cancelación de los discursos y las políticas que los subsumen demasiado rápido en un mundo mestizo cuyos sectores claves (política, economía, educación, religión, administración) nunca ha podido co-gobernar.

No percibe, por tanto, Leopoldo Zea que para América Latina «1992» es el kairós del «encuentro de muchos mundos» en el interior de América Latina; el kairós de la reconfiguración intercultural que no niega ni la latinidad ni el mestizaje como referencias identitarias, pero que sí los reubica al verlos como parte de un proceso de relaciones y prácticas culturales, y no como la espina dorsal del desarrollo cultural en América Latina. 

En Leopoldo Zea, por eso, la filosofía latinoamericana continúa promoviendo su selectiva y reductora visión de la diversidad cultural de América Latina, sin decidirse a iniciar un proceso de corrección reparadora que la reconcilie, por el diálogo intercultural, con las culturas amerindias y afroamericanas. Y por eso también «la filosofía de las relaciones de América Latina con el mundo» que Leopoldo Zea desarrolla en la coyuntura histórica de «1992» continúa y culmina en cierta forma la lógica de la asimilación y la integración que inspira su filosofía de la historia justo en tanto que filosofía de la historia de una América latinizada. Dicha filosofía no representa, por tanto, ninguna ampliación del horizonte intercultural de la filosofía latinoamericana porque es la filosofía de las relaciones interculturales que mantiene con el mundo una América Latina que, por nivelar sus diferencias en un ambiguo mestizaje, no dialoga con su diversidad cultural.



3. Arturo Ardao

Muy parecido -y por ello haré sólo una breve mención- es el caso de Arturo Ardao, para quien «1992" es también ocasión para reafirmar el origen y la vocación latina de América Latina y proyectada como región cultural de la «romanidad».
En consecuencia, la filosofía latinoamericana deberá seguir siendo aquella filosofía que resulta «de la condición latinoamericana de los sujetos que la cultivan; «condición latinoamericana» que, por lo que acabo de decir, es fundamentalmente condición de «romanidad" o, si se prefiere, condición de mestizaje sobre la base de la herencia latina como centro catalizador.

La posición de Arturo Ardao debe ser vista, por tanto, como una consecuencia lógica de las tesis que desde el comienzo de su larga e importante obra viene desarrollando y sosteniendo con respecto al carácter cultural de América Latina y, en concreto, de la filosofía latinoamericana. O sea, que no percibimos ningún giro sino una reafirmación de la visión desarrollada en las décadas de los años setenta y ochenta. Recordemos, como muestra de su comprensión latinizante de América Latina, su visión de una América Latina que se define justamente como latina para afirmar -por cierto muy en la línea de José Enrique Rodó (1871-1917)- su identidad común frente a la otra América. La pluralidad de América se reduce así a la dualidad cultural sajón-latino:

América se da en unidad, pero también en pluralidad. Existe América, pero también Américas [...] A las pluralidades geográfica y geográfico-política, sigue la que cabe llamar lingüístico-cultural, resultante de la diversidad de lenguas oficiales europeas en vigencia. Por la entidad cultural que cada una de ellas genera, se hace mención ante todo de cuatro Américas: inglesa, francesa, española y portuguesa [...] Esa pluralidad es el antecedente inmediato de la étnico-cultural a que nos interesaba arribar: aquella pluralidad [...] que se reduce a la escueta dualidad de América Sajona y América Latina [...] La América Sajona corresponde a la América de origen inglés, pero la denominación no procede ya del nombre de la nación europea madre, sino del conglomerado étnico sajón constituyente de ella. Por otro lado, la América Latina corresponde a las Américas de origen español, portugués y francés, pero aquí tampoco procede ya la denominación de los nombres de las respectivas naciones europeas madres, sino del común conglomerado étnico latino constituyente de ellas [...] Una y otra dualidad son en el fondo la misma; y el hecho de que a una y otra altura del proceso de pluralización, se caiga y recaiga en la dualidad, es revelador de que más allá de su naturaleza física y de su realidad lingüística, América es, por su condición histórica, en última instancia, dual.
En coherente correspondencia con esta comprensión de América Latina desarrolla entonces Arturo Ardao, basándose sobre todo en el estudio de las ideas filosóficas (europeas) en América Latina, su concepción de la filosofía latinoamericana como filosofía que en su curso de constitución como tal alcanza ciertamente grados notables de autenticidad y de autonomía, pero justo como expresión cultural de la herencia latina, esto es, de la adaptación y transformación de la misma en lo que él llama América Latina. Opera, pues, Arturo Ardao con un concepto culturalmente reducido de filosofía latinoamericana, que presenta además el escollo de que supone la validez universal del patrón filosófico elaborado por la tradición europea. Como muestra de ello cabe recordar su defensa del agustino español fray Alonso de la Veracruz (1504-1584) como «el verdadero fundador, no sólo de la filosofía latinoamericana, sino sencillamente de la americana, en sentido hemisférico»; o su idea de la filosofía latinoamericana como un proceso de crítica adaptación a la «doble universalidad filosófica: la de los objetos y la de los sujetos».

En suma, pues, tenemos una filosofía latinoamericana que nace y se desarrolla sin diálogo alguno con las culturas autóctonas.


4. Arturo A. Roig

Más complejo es el caso de Arturo A. Roig. En su importante estudio «Descubrimiento de América y encuentro de culturas» Roig asume una posición realmente crítica y se distancia de toda interpretación que pretenda presentar «1992» como una fecha en la que se debe «celebrar» (al menos) el fecundo encuentro entre España y América. Sobre la base de una crítica a la ideología de los «lugares comunes» sobre el «descubrimiento» impuesta por las políticas culturales nacionales de muchos países latinoamericanos Roig denuncia el supuesto «encuentro» como violencia colonizadora por parte de la Europa de la época y asienta:

Así, ni «encuentro de dos mundos», ni «encuentro de dos culturas» resultan ser expresiones aceptables, en particular si se tiene presente la desigualdad de relación entre los pretendidos «mundos» y «culturas», sometidos a lo contrario de lo que se quiere significar, a saber, la «aculturación», fenómeno que en sus formas externas llegó a los límites de «muerte cultural» y, en tal sentido, de etnocidio.
Para Roig, por consiguiente, «1992» convoca a hablar de «conquista» como «un acto de posesión y de imposición y construcción de formas culturales» que lleva un claro mensaje: «el de la dominación del mundo». Por eso el significado de «1992» no puede ser el de celebrar el supuesto descubrimiento del otro o el supuesto encuentro con su cultura, pues lo que aconteció hace 500 años en el «descubrimiento-conquista» fue más bien el auto descubrimiento de la cultura conquistadora como empresa imperial. No hay comunicación con el otro sino monólogo consigo mismo en la cultura que «descubre» y conquista. Y esto es, para Roig, lo que la filosofía latinoamericana tiene que pensar en la situación histórica de «1992», es decir, hacerse cargo de que en 1492 América no fue descubierta y de que, por tanto, tiene que hacer de la tarea del descubrimiento parte esencial de su trabajo como filosofía justamente latinoamericana. Es este sentido escribe Roig:

Nos animaríamos a enunciar la curiosa paradoja de que Cristóbal Colón no nos descubrió, pero que abrió con su acto fallido la lenta, permanente y a veces dolorosa tarea de nuestro descubrimiento.
La filosofía latinoamericana debe asumir, además, esta tarea con «un espíritu liberador», ya que para Roig se trata de contribuir a que los latinoamericanos se descubran como sujetos de su propia historia, como sujetos libres, y no como colonizados.

La interpretación de Roig, a pesar de su clara posición crítica y liberadora en el debate sobre «1992», deja claro sin embargo que para él, como para Leopoldo Zea, la tarea del propio descubrimiento -que es la cuestión de la identidad- encuentra la condición de su posibilidad histórica en la «historia compartida» que se inicia en 1492; y que -como reconoce Roig- «la hemos ido haciendo en buena medida con herramientas culturales comunes con las que nos identificamos y nos interrelacionamos de modo directo y, cómo no decido, también de modo fraterno.

Es, pues, de nuevo la América Latina mestiza y criolla la que se toma como eje central para enfocar el problema de la identidad cultural en América Latina.
Es cierto, por otra parte, que a la sensibilidad crítica de Roig no escapa la violencia ejercida por la cultura latinoamericana dominante sobre otras «etnias» y clases populares. Así escribe en referencia a la cuestión del «descubrimiento» como cuestión de identidad:

Lógicamente que lo primero que se ha de plantear en este sentido es cómo hemos construido hasta ahora nuestra propia identidad y si ella no ha estado afectada, del mismo modo, por desencuentros graves, principalmente en relación con etnias y clases sociales, resueltos mediante la violencia de unas formas culturales sobre otras.
Pero Roig, justo por considerar la «historia compartida» como la condición fundante del proceso cultural latinoamericano, no plantea la tarea de la revisión crítica de la génesis de lo que él llama la propia identidad latinoamericana, como una tarea de alcance intercultural.

«La violencia de unas formas culturales sobre otras», vista a la luz de la cultura latinoamericana, se percibe sólo como un fenómeno intracultural: «La cuestión de la identidad, nuestro descubrimiento es pues, también un intento de diálogo intracultural.
La sospecha de que también en la interpretación de Roig, aunque sin llegar al grado en que lo hace Leopoldo Zea con su teoría de la reconciliación cultural, se nivelan las diferencias culturales existentes en América Latina y se desconoce en realidad la alteridad de otras culturas no mestizas, creo que se confirma además por otro aspecto de su argumentación en el que el nivel de un diálogo intercultural se reserva expresamente a la posible comunicación «entre americanos y europeos», libre de todo resabio colonialista o misionero.

Este aspecto es revelador, pues en él aparece de nuevo en primer plano el fantasma de una América Latina como sujeto del diálogo intercultural con Europa y otras regiones del mundo; un fantasma que oculta que América Latina tiene una deuda de diálogo intercultural consigo misma, tanto en el pasado como en el presente, y que la tarea que Roig (con toda razón) propone como tarea de diálogo intracultural tiene que ser radicalizada precisamente en el sentido del diálogo intercultural de América Latina con su diversidad.

Roig mismo parece haberse dado cuenta de que, llevada a sus últimas consecuencias, su exigencia de reconstruir la cuestión de la identidad latinoamericana sobre la base de un diálogo intracultural implica el reconocimiento de una diversidad (todavía no «asumida» en la cultura latinoamericana dominante) con la que debe hablarse en clave intercultural.
En textos posteriores, en efecto, Roig se abre a la percepción intercultural de la diversidad cultural de América Latina y supera con ello su propia visión de la misma como diversidad explicable por procesos intraculturales. Así, por ejemplo, en un estudio reciente reconoce que, para la filosofía latinoamericana y su tarea de pensar la cuestión de la identidad en América, se trata de «asomamos a la inmensa riqueza de los infinitos universos discursivos del quiché, del armará, del castellano, del mapudungu, del inglés caribeño, del azteca, del portugués, el maya, el créole haitiano, el sranontongo de Surinam, el holandés colonial, y tantos otros, con todos sus discursos, verbales o escritos, y todo ello con un espíritu nuevo».

Mas el texto que mejor documenta lo que se podría llamar el «giro intercultural» en la posición filosófica de Roig es su estudio «Filosofía latinoamericana e interculturalidad» que representa el texto de su ponencia en el II Congreso Internacional de Filosofía Intercultural, celebrado en Sáo Leopoldo (Brasil) del 6 al 11 de abril de 1997. Este texto tiene además la importancia de ser, según alcanzo a ver, el trabajo en que por primera vez uno de los representantes consagrados de la filosofía latinoamericana tematiza en forma expresa el horizonte de la interculturalidad y trata de esbozar las consecuencias de la misma para el filosofar desde América Latina.

Y es interesante observar que en este trabajo Roig comienza por señalar que la importancia de la problemática actual de la interculturalidad para la filosofía latinoamericana no se explica por razones externas sino que resulta de su propia autocomprensión como «una filosofía que tiene como uno de sus temas recurrentes y decisivos la relación filosofía-cultura». Lo que significa para Roig que la filosofía latinoamericana tiene que empezar por reconocer en la interculturalidad y su dinámica dialógica una perspectiva que le permite revisar los conceptos de cultura de acuerdo a los cuales ha normado su relación con la cultura. Éste es justo el segundo paso que da Roig en su estudio al criticar y rechazar conceptos de cultura como el de Francisco Romero (1891-1962) que imposibilitan de entrada un diálogo de culturas en condiciones de igualdad porque parten del supuesto de la (pretendida) superioridad de la cultura europea.

De esta suerte integra Roig la idea de la interculturalidad en la filosofía latinoamericana como una perspectiva que potencia en ésta su capacidad de crítica de la cultura. Pero en su planteamiento Roig va todavía más lejos. Pues reconoce que el asumir la perspectiva de la interculturalidad tiene consecuencias también para la filosofía, esto es, que a la crítica de la cultura debe seguir una crítica de la filosofía desde el horizonte del diálogo intercultural. En este sentido escribe:

El diálogo filosófico intercultural exige, para ser posible, una reformulación epistemológica del saber filosófico, que no es ajena a una decodificación ideológica.
Éste es, para mí, el paso decisivo en la argumentación de Roig. Y es mérito indiscutible en su esfuerzo por articular la perspectiva de la interculturalidad con el método de la filosofía latinoamericana plantear este intento como una tarea de recuperación de tradiciones marginadas por la filosofía académica (eurocéntrica) en América Latina. Pues de esta manera Roig puede mostrar, en el curso de su argumentación a favor de la «reformulación epistemológica» y de la «decodificación ideológica» de la filosofía desde el reto de la interculturalidad, cómo esta doble tarea forma parte de la historia marginada del pensamiento latinoamericano. Con lo cual muestra, en la línea de lo que apuntaba en la observación introductoria, que la exigencia de la interculturalidad «tiene importantes antecedentes» en la historia intelectual y social de América Latina.

Casos ejemplares de esos «importantes antecedentes», con cuyo análisis Roig fundamenta convincentemente su interpretación, son, entre otros, José Martí, José Carlos Mariátegui y el movimiento literario-artístico del vanguardismo latinoamericano, al que, como subraya Roig, pertenecieron también filósofos (profesionales) como el argentino Macedonio Fernández (1874- 1952).

Sin poder presentar el análisis de Roig, destaco de su argumentación un aspecto que me parece fundamental en el contexto del presente trabajo. Me refiero a que Roig no se queda en el nivel del historiador de las ideas que se contenta con recuperar una tradición marginada y constatar historiográficamente la preocupación intercultural en el pensamiento filosófico de América Latina. Roig supera este nivel y hace de la tradición intercultural silenciada por la cultura académica y por la de las élites europeizantes un punto de vista legítimo para criticar la filosofía latinoamericana misma, al menos en aquellas variantes que «en lugar de abrir las puertas hacia un diálogo intercultural, como sucedió con las vanguardias, las clausura».

Roig nombra expresamente las posiciones de Antonio Caso (1883-1946) y de José Vasconcelos (1882-1959), filósofos que la historiografía filosófica tradicional reconoce como pertenecientes al grupo de la llamada «generación de los fundadores» de la filosofía en América Latina. Resalto esto porque creo que este dato es muy revelador del alcance de la recepción del planteamiento intercultural que hace Roig.

Desde otro ángulo conviene señalar también que en la argumentación de Roig la tematización consciente del horizonte de la interculturalidad como perspectiva que debe tenerse en cuenta en el método de la filosofía latinoamericana es al mismo tiempo motivo para advertir, con intención crítica, desde la perspectiva liberadora de la filosofía latinoamericana (en concreto aquí, desde la variante que representa la obra de Roig) sobre ciertos peligros que puede conllevar una percepción culturalista de la interculturalidad, al separar la práctica cultural de procesos sociales y de género. Esta advertencia crítica, además de justificada, me parece que puede ser una de las grandes aportaciones de la filosofía latinoamericana (de la liberación) al diálogo intercultural en el ámbito filosófico mundial, ya que se orienta, si entiendo bien, a la conjugación interactiva de los horizontes de la liberación y de la interculturalidad.

Roig hace, por tanto, una aportación substancial al «descubrimiento» y/o «redescubrimiento» de lo intercultural por la filosofía latinoamericana. Y, sin embargo, también en su planteamiento se percibe un déficit intercultural que resulta, a mi juicio, de una comprensión demasiado puntual de la interculturalidad, pero también de no haber llevado tampoco la incorporación de lo intercultural hasta sus últimas consecuencias.

Hablo de comprensión puntual de la interculturalidad porque la argumentación de Roig parece Suponer un concepto de interculturalidad en el que ésta queda restringida al campo de las «relaciones entra culturas y etnias», y éste representaría a su vez uno de los muchos objetos con que se puede ocupar la reflexión filosófica. Partiendo de esta concepción Roig entiende entonces la filosofía intercultural como una forma determinada de filosofía, como una especie de «etnofilosofía», que, lejos de superar el horizonte abierto por las filosofías de la liberación, se inscribe en dicho horizonte justo como una variante de su luz. Roig escribe textualmente:

La filosofía intercultural y, dentro de ella, la etnofilosofía, no son más que rostros de una filosofía liberacionalista, la que tiene, entre otros de sus objetos, aquellas relaciones entre culturas y etnias, pero también y, primariamente, enfrentar el patriarcalismo como categoría omnicomprensiva de todas las formas de dominación y subordinación humana.
Problemático es para mí en la concepción de Roig no el primado del paradigma de la liberación, que comparto porque sin arraigo en procesos concretos de liberación la interculturalidad se convierte en un entretenimiento académico. Cuestionable me parece más bien la comprensión de la filosofía intercultural (¡sobre el trasfondo de la etnofilosofía!) en términos de una forma particular de filosofía. Pues el planteamiento intercultural, en lo que toca a la filosofía, insiste sobre todo en que se trata de promover modos de pensar con textuales (¡no solamente étnicos!) que, por la consciencia de sus propios límites, se abren al diálogo entre ellos y de esta forma posibilitan no una filosofía intercultural, pero sí una configuración intercultural de formas contextuales de filosofar.

Por otra parte, me parece que Roig se queda corto en la aplicación de su propia propuesta de relectura intercultural de la historia de las ideas en América Latina. Es indiscutible, como he subrayado, que Roig maneja la perspectiva de la interculturalidad como una perspectiva que posibilita una crítica inmanente de la historiografía de la filosofía latinoamericana, pero por eso mismo extraña que siga manteniendo por otra parte el discurso de los «textos fundacionales», de los «textos clásicos» de la filosofía latinoamericana, para referirse con ello sólo a obras de autores «criollos» a partir del siglo XVII. Con lo cual excluye de los comienzos «fundacionales» de la filosofía latinoamericana las tradiciones y los textos de las culturas autóctonas.

Aquí hay un límite claro del alcance de lo intercultural en la posición de Roig. Y creo que se puede explicar en razón de que Roig, a pesar de su apertura a lo intercultural, opera con un concepto de filosofía como saber crítico reflexivo que es, sin duda, contextual, pero formalmente tributario todavía de la herencia filosófica occidental moderna. Por esta razón, me parece, tiene fuertes reparos en reconocer como «filosofía» las formas indígenas de pensar, que se mantienen vivas hasta hoy en América Latina. Pero justo en esto radica el desafío de la interculturalidad en el ámbito filosófico en América Latina.

Y por si el nombre «América Latina», por su indudable connotación eurocéntrica y excluyente, fuese un impedimento o excusa para afrontar este reto en toda su radicalidad, recordemos que ya José Martí propuso el nombre, interculturalmente más apropiado, de «nuestra América», para nombrar una América incluyente, configurada por todos sus pueblos y culturas. Y cómo olvidar que ya mucho antes de la coyuntura histórica de «1992» los pueblos indígenas de América convinieron en proponer el nombre kuna de «Abya Yala» («tierra en plena madurez») como sustituto del de América Latina. Acaso sea hora de asumir esta propuesta y comenzar a revisar también nuestros hábitos de nombrar el continente. Pero sigamos con nuestro análisis.


5. Enrique Dussel

Otro ejemplo importante y representativo en alto grado de la reacción de la filosofía latinoamericana ante el reto de la coyuntura histórica creada por «1992» lo tenemos en la obra de Enrique Dussel. Sus escritos sobre el significado histórico de esta fecha constituyen, en efecto, un testimonio de posicionamiento crítico inequívoco ante la ideología de la reconciliación barata de los programas oficiales que convocan a la celebración del V Centenario en el sentido festivo del «Encuentro de dos Mundos y/o de dos Culturas». Es más -y debido evidentemente a que Enrique Dussel también es teólogo de la liberación-, su posición tiene el mérito indiscutible de ser respuesta al desafío de «1992» como un kairós que exige, además de la crítica, el reclamo profético de hacer justicia a las víctimas de la historia.

Ya desde antes del famoso debate que entre 1986 y 1988 se desata en México en torno a la cuestión del significado del 1492, Enrique Dussel, continuando la línea crítico-profética de su tesis doctoral en historia, levanta su voz para plantear la cuestión de «1992» desde el punto de vista del «otro», de la víctima, y hablar de la conmemoración de un enfrentamiento violento entre desiguales que reclama no una «celebración» sino un «desagravio histórico al indio americano». Ésta es la posición de fondo que configura el hilo conductor en toda la argumentación de Enrique Dussel en este debate; y creo que esto habla claramente a favor de su profunda percepción del kairós con que «1992» confronta a la filosofía y a la teología en América Latina.

Para ilustrar la posición de Enrique Dussel en este trabajo no seguiré sin embargo dicho debate. Prefiero concentrarme en su libro 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, publicado en el mismo año 1992, porque me parece que representa el punto culminante de su reflexión sobre «1992» y que es, por tanto, el texto donde mejor se puede apreciar el alcance de su argumentación. Además este libro quiere ser una respuesta explícita a lo que he llamado el desafío de «1992» como un kairós especial para América Latina. Dussel mismo 10 afirma al escribir en las «palabras preliminares» con que introduce al libro lo siguiente:

Qué habremos de recordar el 12 de octubre de 1992, y en lo sucesivo, es el tema de estas conferencias. ¿Cuál debería ser nuestra opción racional y ética ante un hecho que marca un hilo en la Historia mundial ciertamente, pero banal izado por la propaganda, por las disputas superficiales o los intereses políticos, eclesiales o financieros?
Estas palabras, insisto en ello, son muestra clara de que Enrique Dussel se hace cargo plenamente del significado de «1992» como un kairós que exige de nosotros el discernimiento de una «opción racional y ética». Es consecuente, por tanto, que un punto central en la argumentación de su libro consista precisamente en concretar esa «opción racional y ética» que debemos tomar ante «1992», en una crítica contundente de la ideología de las clases criollas y/o mestizas dominantes que plantean la conmemoración de esta fecha en los términos ya vistos de «Encuentro de dos Mundos y/o de dos Culturas». He aquí un pasaje decisivo en la argumentación de Enrique Dussel sobre ella:

Se trata del eufemismo del «encuentro» de dos mundos, de dos culturas -que las clases dominantes criollas o mestizas latinoamericanas hoy son las primeras en proponer-. Intenta elaborar un mito: el del nuevo mundo como una cultura construida desde la armoniosa unidad de dos mundos y dos culturas: europeo e indígena. Son los hijos «blancos» o «criollos» (o de «alma blanca») de Cortés (de esposa española), o los hijos de Malinche (los «mestizos») que están todavía hoy en el poder, la dominación, en el control de la cultura vigente, hegemónica. Digo que hablar de «encuentro» es un eufemismo […] porque oculta la violencia y la destrucción del mundo del Otro, y de la otra cultura. Fue un «choque», y un choque devastador, genocida, absolutamente destructor del mundo indígena.
Desde esta decidida opción por el «Otro» y desde la crítica de la ideología dominante que de ella se desprende, Enrique Dussel desmonta, en otro momento fundamental de su argumentación, la visión europea de «1492», mostrando que es el resultado de un engañoso espejismo eurocéntrico y que no puede, por consiguiente, sino desconocer o «encubrir» al «Otro». De hecho, en la estructura de la estrategia argumentativa que desarrolla Enrique Dussel en este libro, esta crítica de la ideología del euro centrismo en los discursos sobre «1492» es su primer paso. Se trata además de un paso realmente decisivo en su argumentación porque su intención es apuntalar la tesis de que -como se deduce ya del subtítulo de la obra- «1492» es la fecha que nos confronta con el hecho histórico que hace posible remontarse al «origen del mito de la modernidad». Pero teniendo en cuenta justamente eso: es un mito eurocéntrico; un mito que debe ser desmitificado en su núcleo fundante que pretende hacer de Europa el centro de una historia universal en la que sólo Europa hace historia y en la que, «lógicamente», el «resto» del mundo, el «Otro», queda fuera de la historia o es reducido a un mero eco de la acción europea. Enrique Dussel mismo lo expresa con claridad:

El 1492, según nuestra tesis central, es la fecha del «nacimiento» de la Modernidad [...] La Modernidad se originó en las ciudades europeas medievales, libres, centros de enorme creatividad. Pero «nació» cuando Europa pudo confrontarse con «el Otro» que Europa y controlarlo, vencerlo, violentarlo; cuando pudo definirse como un «ego» descubridor, conquistador, colonizador de la Alteridad constitutiva de la misma Modernidad. De todas maneras ese Otro no fue «descubierto» como Otro, sino que fue «en-cubierto» como «lo Mismo» que Europa ya era desde siempre. De manera que 1492 será el momento del «nacimiento» de la Modernidad como concepto, el «origen» de un «mito» de violencia sacrificial muy particular, y, al mismo tiempo, un proceso de «en-cubrimiento» de lo no europeo.
Situándose intencionalmente en la perspectiva de la visión europea del «1492» Enrique Dussel muestra en concreto cómo la ideología eurocéntrica se encarna en distintas figuras históricas (invención, descubrimiento, conquista, colonización, conquista espiritual y la -ya mencionada- del encuentro de dos mundos) que, a pesar de sus matices propios, deben ser críticamente re-visadas como variaciones de una dialéctica de dominación imperial que no deja lugar propio, ni físico ni cultural, a la alteridad del «Otro».

El énfasis que pone Enrique Dussel en este momento de su argumentación creo que se explica por las exigencias de la tesis central que se quiere apuntalar con la misma, ya que, leída en una forma más positiva, la tesis intenta abrir el horizonte para una nueva interpretación (no eurocéntrica) de la historia universal en la que América Latina no está fuera sino que, muy al contrario, aparece desde el principio con un lugar propio y un momento constitutivo de eso que se llamará modernidad en la historia mundial. O sea que la crítica de la concepción eurocéntrica de 1492 y de la filosofía de la historia que alimenta dicha concepción debe entenderse, por tanto, como el trabajo previo de desmontaje ideológico que es necesario realizar para poder sacar a la luz lo que de suyo está a la luz o es evidente (esto es, lo encubierto por el espejismo del eurocentrismo), a saber, la alteridad del «Otro» y su lugar propio en la historia universal. La tesis central de Enrique Dussel busca, dicho en otros términos, mostrar el lugar de América Latina en la historia universal de la que se la ha excluido y el propio Dussel lo plantea así cuando dice:

Con razón se ha afirmado que América Latina quedaba excluida, como fuera de la historia. La cuestión es proponer una «reconstrucción» que sea histórica y arqueológicamente aceptable y que al mismo tiempo corrija la desviación eurocentrista.
Pero por esta razón Enrique Dussel no puede continuar su argumentación sin introducir en ella un giro notable; un giro que le impone la propia coherencia interna de su estrategia argumentativa, ya que se trata de retomar la «opción racional y ética» por el «Otro» excluido como clave hermenéutica para explicar el significado de 1492. Mostrar el lugar de América Latina en la historia supone, en efecto, un cambio de perspectiva, es decir, salir del horizonte ideológico de la filosofía de la historia propagada por el eurocentrismo y aprender a leer la historia desde el «Otro» y con sus propios ojos. Así el giro en la argumentación de Dussel corresponde a la inversión hermenéutica que reclama el kairós en la coyuntura histórica de «1992».

Sin citarlo, pero con palabras que recuerdan el final de un famoso libro de Frantz Fanon, Enrique Dussel formula este giro necesario de su argumentación en los términos siguientes:

Ahora es necesario cambiarse de «piel», tener nuevos «ojos». No son ya la piel y los ojos del ego conquiro que culminará en el ego cogito o en la «Voluntad-de-Poder». No son ya manos que empuñan armas de hierro, y ojos que ven desde las carabelas [...] Tenemos que tener la piel que sufrirá tantas penurias en la encomienda y el repartimiento, que se pudrirá en las pestes de los extraños, que será lastimada hasta los huesos en la columna donde se azotaba a los esclavos [...] Tenemos que tener los ojos del Otro, de otro ego, de un ego del que debemos re-construir el proceso de su formación (como la «otra cara» de la Modernidad).
Este giro hermenéutico, que implica un cambio existencial de lugar social e histórico, es, a mi modo de ver, lo que mejor permite establecer una diferencia clara entre la percepción de «1992» (y su especial kairós para América Latina) de Enrique Dussel y la de otros filósofos latinoamericanos, como, por ejemplo, Leopoldo Zea. Se observará, en efecto, que el giro o, mejor dicho, la inversión de la perspectiva argumentativa corresponde en Enrique Dussel a una decidida toma de posición por la América que ha sufrido y sufre en el cuerpo del indio y del esclavo africano o sus descendientes. La «opción racional y ética» que hay que tomar ante «1992» es, pues, para Dussel, una opción por Amerindia; y no, como en Leopoldo Zea, una opción por la América criolla o mestiza.

Y es por esto por lo que la inversión hermenéutica se concretiza en una argumentación que quiere sacar a Amerindia del encubrimiento eurocéntrico, mostrando su lugar en la historia de la humanidad a partir precisamente de su lugar propio, es decir, desde su propia visión. Este paso representa el momento culminante en la argumentación de Enrique Dussel. En este nivel se desmonta la construcción histórica eurocéntrica en todas sus figuras y se le opone {sobre la base de una nueva relectura del desarrollo histórico de la humanidad como proceso que encontraría sus pilares en el océano Pacífico, en Asia [Amerindia] y África), desde la percepción amerindia, la realidad de la invasión y de la resistencia.

Para la finalidad que persigo en este trabajo no es necesario sin embargo detenerse en la reinterpretación que hace Enrique Dussel de la historia mundial ni analizar tampoco las figuras históricas con que en la visión amerindia se contestan las figuras de la lectura eurocéntrica del «descubrimiento». Aquí basta con retener que su motivación es la percepción clara de «1992» como un kairós y que se formula con la pretensión explícita de representar una reconstrucción de la historia hecha con los ojos de los pueblos originarios de América. Pues, para el análisis que aquí se intenta, lo importante es tratar de explicar cómo «ve» Enrique Dussel con y desde «los ojos del Otro», es decir, como hace suyo el «espíritu» que anima la «visión del Otro» y como lo articula en la presentación de su argumentación. O sea, que dejo a un lado la reconstrucción histórica para fijarme únicamente en la manera como se presenta en ella la cultura o, más concretamente, la filosofía (el «espíritu») de los pueblos amerindios.

Partiendo del diagnóstico de que las culturas amerindias, sobre todo en el nivel de las culturas urbanas de los imperios azteca e inca, alcanzaron un alto grado de diferenciación social que se concretizó justamente en el desempeño de funciones sociales específicas, Enrique Dussel afirma que una de esas funciones sociales reconocidas como tal es la de la filosofía:

Entre las culturas nómadas (primer grado) o de plantadores aldeanos (como las de los guaraníes) no había diferenciación social suficiente para que se distinguiera una función como la del «filósofo». Mientras que en las culturas urbanas se perfila claramente esa figura social.
La figura y la función del tlamatini, entre los aztecas, y del amauta, entre los incas, sería una prueba fehaciente del ejercicio de dicha función social. Y conviene añadir que se trata de una función reconocida como fundamental para la explicación racional de las prácticas culturales en los universos amerindios. Pues es la función del tlamatini o del amauta la que va configurando lo que antes llamé el «espíritu» de la visión amerindia, es decir, la que condiciona cómo «ve» e interpreta el amerindio su mundo, sus relaciones con los otros, lo que acontece, en fin, el curso de la historia y su actitud en él.

Con gran acierto ilustra Enrique Dussel este aspecto basándose en la experiencia de la conquista de México haciendo ver que la reacción de Moctezuma ante los invasores españoles, incomprensible desde el punto de vista de la razón europea y aparentemente desconcertante, es perfectamente racional y coherente si la vemos con los ojos de su propia tradición, a saber, la tradición de los tlamatinime que le impulsaba a leer el «acontecimiento» como un momento de la esperada «parusía de los dioses» y suponer que Hernán Cortés es Quetzalcóatl.
Pero volviendo al punto que aquí interesa: Dussel toma la figura y función del tlamatini como ejemplo representativo para exponer la filosofía en y desde la visión amerindia. Es decir, que basándose en este ejemplo muestra cómo en Amerindia se «desarrollaron 'creencias' que eran producto de una racionalización altamente conceptualizada y abstracta» y que demostrarían, por tanto, «la existencia del pensamiento reflexivo abstracto en nuestro continente». En concreto se esfuerza Dussel por presentar los rasgos fundamentales de la ontología holística de los tlamatinime e introducir así en el mundo conceptual de la cultura azteca, esto es, en la racionalidad propia de su explicación «dual» del origen fundante de toda realidad, de su visión de la verdad, de su concepción de la existencia humana o del gobierno del mundo. Y hay que reconocer que se trata de una presentación marcada por la solidaridad y la «simpatía». Es, sin duda, un análisis que se esfuerza sinceramente por ser «portavoz» de la «visión del Otro», por hablar desde dentro; y que, al menos en este aspecto relativo a la filosofía, significa, en su conclusión central, una clara revisión de posturas anteriores. Veremos a continuación que Enrique Dussel, en efecto, diez años antes negaba con firmeza la tesis de Miguel León-Portilla sobre la existencia de una verdadera filosofía azteca. Más en la argumentación de esta obra, que -dicho sea de paso- tiene en las investigaciones de Miguel León-Portilla una referencia constante de primer orden, Dussel no solamente asume esta tesis sino que incluso la radicaliza. Pues, yendo más allá de la afirmación de la posibilidad de sacar conclusiones filosóficas de la tradición literaria e intelectual de los tlamatinime, considera dicha tradición como lugar de desarrollo de una «protofilosofía» amerindia que, justo por su nivel de reflexión ontológica, sería suficiente de suyo «para probar [...] más contundentemente un inicio formal explícito de la filosofía en la protohistoria latinoamericana anterior al 1492».

En resumen: la presentación de Enrique Dussel en esta obra muestra una indiscutible y meritoria sintonía con la «voz del Otro», y sin embargo hay momentos en su argumentación que evidencian deficiencias serias desde el punto de vista del planteamiento intercultural. Y no es que Enrique Dussel no haya tomado conciencia de la connotación de desafío intercultural que conlleva también la percepción de «1992» como un kairós en América Latina. Lo cierto es más bien lo contrario, como prueba el hecho de que Dussel entiende su libro sobre «1492» como un estudio introductorio al diálogo intercultural. Así, en la introducción, se dice:

En estas conferencias se trataría de introducir, desde una reflexión sobre un hecho histórico, un discurso que deberá desarrollarse en el futuro, como diálogo entre las diversas culturas [...].
Y al final se reafirma este propósito con estas palabras:

Todo lo dicho es sólo una introducción histórico-filosófica al tema del diálogo entre culturas [...] para construir no una universalidad abstracta, sino una mundialidad analógica y concreta, donde todas las culturas, filosofías, teologías puedan contribuir con una aportación propia, como riqueza de la Humanidad plural futura.
Pero justo por esta conciencia del desafío intercultural resulta todavía más extrañamente notable el déficit que arroja su argumentación en este campo.

Creo que la razón fundamental que puede explicar este déficit de interculturalidad en la argumentación de Enrique Dussel radica en que, a pesar de su esfuerzo por ver con «los ojos del Otro», no logra superar el horizonte conceptual de lo que se conoce como «filosofía comparada». Con lo cual queda encerrado todavía en un concepto de filosofía que, en última instancia, depende aún de las referencias identitarias desarrolladas en la tradición filosófica occidental centroeuropea.

Esta crítica no desconoce que el propio Enrique Dussel cree haber superado en este libro la «definición restringida de filosofía» que le servía de punto de partida en otra época y que le llevaba, entre otras cosas, a reducir la filosofía sólo a «la filosofía académica enseñada en universidades». Ilustrativo de esta postura es, por ejemplo, este texto de 1982:

Pienso, y lo expongo con claridad, que en una «historia de las ideas» el pensamiento amerindiano debe ser su primera época. Ciertamente los habitantes de nuestro continente, antes de la llegada de los europeos, tuvieron una cierta visión del mundo, poseían una producción simbólica con mayor o menor coherencia según el grado de desarrollo cultural. Lo que no tenían, de manera explícita y «técnica», era filosofía. Si por filosofía se entiende el discurso metódico que se inició históricamente con el pueblo griego y cuya estructura intrínseca viene definida por el uso de instrumentos lógicos o mediaciones metódicas perfectamente reconocibles en lo que explícitamente se denomina historia de la filosofía, no hubo filosofía amerindiana.
Por lo que hemos visto antes me parece evidente que Enrique Dussel lleva razón con su indicación autocrítica y que hay que reconocer, en consecuencia, que revisa su concepción o «definición restringida de filosofía»; como demuestra, por ejemplo, el hecho ya indicado de su cambio de actitud frente a la tesis de Miguel León Portilla sobre la existencia de filosofía en sentido estricto entre los aztecas.

Mi crítica, como decía, se formula con conocimiento de esta rectificación autocrítica. Por eso debo aclarar su sentido precisando que parte del reconocimiento de la apertura cultural que significa esa autocrítica; pero que al mismo tiempo la considera interculturalmente problemática y que, por esta razón, quiere mostrar precisamente que la revisión del concepto de filosofía que ha hecho Enrique Dussel en su esfuerzo por responder al desafío intercultural de «1992» no es suficiente para llevar a cabo el descentramiento conceptual que requiere, como condición de su misma posibilidad, el vuelco intercultural que debemos darle a nuestra comprensión y práctica de la filosofía si es que realmente queremos ir más allá de la comparación, o incluso del reconocimiento de diferencias culturales de la filosofía, y aceptar que hay diferentes culturas de filosofía, esto es, que en otras culturas hay filosofía en formas que no necesariamente tienen que corresponderse con las expresiones que presuponemos como filosofías desde el horizonte conceptual de la cultura (filosófica) que tenemos por nuestra, que en la mayoría de los filósofos -a pesar de la supuesta superación de la ideología del eurocentrismo- sigue siendo la occidental.

Para ilustrar el sentido de mi crítica, y mostrar también su justificación, mencionaré ahora algunos de los momentos de la argumentación de Enrique Dussel que ponen en evidencia el aludido déficit de interculturalidad en su planteamiento.

Mi punto de partida es éste: La argumentación de Enrique Dussel mantiene como paradigmática la cultura filosófica occidental en su vertiente dominante de auto comprensión de la filosofía como un saber técnico, profesional, que, para ser tal, tiene que alcanzar un alto grado de abstracción, de reflexividad y de articulación racional, sin olvidar obviamente el dominio del método. Varios momentos de su argumentación parecen comprobarlo:

1) Su camino para afirmar que hay filosofía en la cultura náhuatl tiene como trasfondo comparativo la figura (occidental) de la filosofía como «pensamiento reflexivo abstracto». Ciertamente, como he subrayado antes, intenta ver desde dentro, «con los ojos del Otro», pero buscando una filosofía que 'corresponda en su forma a lo que habitualmente (por el peso, a veces sordo, de la cultura filosófica dominante en Occidente) se suele llamar filosofía. Por eso su argumentación tiene este momento notable del querer demostrar que había filosofía porque se había llegado a «un altísimo grado de abstracción conceptual».

2) Lo anterior se concreta en otro momento, igualmente notable, que corrobora la opinión de la dependencia de un modelo paradigmático occidental de filosofía, a saber, el asumir como criterio para discernir si hay o no pensamiento en sentido filosófico la idea del progreso lógico y racional que supondría el tránsito superador del mito al logos. Esto se ve claro, por poner aquí sólo dos ejemplos, en pasajes como éste: «Más allá de todo mito, la razón azteca afirmaba [...]». O también: « [...] habiéndose superado una razón mítica -estricta razón filosófica entonces- [...]».

3) Otro momento que está implícito en los anteriores, pero que conviene nombrar de manera expresa porque ayuda a calibrar mejor el alcance del intelectualismo (occidental) que subyace en la argumentación de Enrique Dussel, es el pensamiento de que ni la metafórica ni la simbólica son formas de expresión que pertenecen al campo filosófico en sentido estricto. Esta idea se deduce con claridad, por ejemplo, de un argumento como el siguiente:

Tan importante como la descripción positiva del sabio es la negativa o del «falso sabio», lo que nos confirma en la opinión de que había un pensar no meramente «mítico», sino estrictamente «conceptual», aunque en base a metáforas (metáforas conceptuales y no meramente símbolos míticos).
4) Un cuarto momento, que también se ha visto ya en algunos de los pasajes arriba citados, es el supuesto (igualmente anclado en la cultura filosófica que se ha impuesto como dominante en Occidente) que da como una evidencia universal que la filosofía es una función intelectual cuyo ejercicio requiere un lugar de aprendizaje especial, que no es ni la historia ni la vida ni la comunidad misma, sino la «academia», la «escuela». Es decir, el supuesto del filósofo como pensador individual y profesional que aprende su oficio en la institución adecuada para ello. Esto explica, por ejemplo, el interés que pone Dussel en mostrar que los tlamatinime también tenían su «Calmécac, escuela de momachtique (estudiantes»>:

Allí los jóvenes [...] tenían una vida absolutamente reglamentada, cuyo centro consistía en los «diálogos» o las «conversaciones» entre los sabios [...] El fruto de la enseñanza era el conocer «la sabiduría» ya sabida (momachtique), para con ella poder articular una «palabra adecuada» [...] (como en la Academia o el Liceo).
5) En otro nivel, más general, tendríamos, por último, un quinto momento que se refleja en un discurso que, si bien se refiere a los muchos nombres propios del «Otro» y aboga por el respecto de la alteridad en la pluralidad de sus nombres, prefiere sin embargo hablar del «Otro» en singular. Creo que este momento ha quedado claro a lo largo de mi exposición, pues en ella he procurado emplear la misma dicción de Enrique Dussel y escribir, por ejemplo, el «Otro» o la «visión del Otro».

No ignora que esta dicción singularizante de la diversidad cultural -en la que alteridad es siempre alteridades- es una práctica común cuyo uso se suele justificar muchas veces por razones simplemente triviales, como la comodidad o el ahorrar tiempo y espacio.

Esto también vale en el caso de la argumentación de Enrique Dussel. Pero, por otra parte, hay que decir también que su argumentación parece tener además otras razones para preferir el discurso sobre el «Otro» en singular. Me refiero, evidentemente, a razones que se explicarían por el déficit de interculturalidad en su argumentación y que se podrían resumir en las siguientes:

§ Interés en presentar a América Latina como «la otra cara de la modernidad», y de aquí:
§ Interés en leer la historia de América Latina desde el presupuesto de que fue la primera «periferia» y «colonia» de Europa.
§ Visión de la alteridad del «Otro» desde las consecuencias del «ser periférico» y «ser colonial». De donde se sigue en concreto:
§ Interpretación de la alteridad del «Otro» desde las claves de la exclusión, la dominación y la opresión; lo que lleva a su vez, en vinculación con el interés nombrado en primer lugar, a una:
§ Nivelación de las diferencias internas en aras de promover una América Latina como unidad cultural liberadora en el contexto de un mundo asimétrico. Y de todo ello se deduce, por último:
§ Interés por subsumir en el proyecto de la filosofía de la liberación el nuevo paradigma que intenta abrir el diálogo intercultural y la reflexión filosófica que lo acompaña.

La preferencia de Enrique Dussel por un discurso sobre el «Otro» en singular no sería, por tanto, una mera consecuencia de factores externos o triviales sino que tendría que ver con su propia estrategia argumentativa. Y justo por eso me parece problemática, esto es, reveladora de otra de las deficiencias interculturales que se pueden constatar en su argumentación. Pues, al trasluz de la hipótesis explicativa que acabo de resumir, su discurso sobre el «Otro» en singular se muestra como un momento constitutivo de una lógica y una estrategia argumentativas que responden, sin duda, a la exigencia de crear las condiciones hermenéuticas e históricas para el diálogo de América Latina con Europa (y en este sentido, insisto en ello, el discurso de Enrique Dussel afirma y promueve un aspecto intercultural, a saber, el diálogo del «Otro» latinoamericano con el «Otro» europeo); pero olvida la afirmación de la interculturalidad hacia dentro que impone la diversidad cultural, lingüística, étnica y religiosa de lo que llamamos América Latina.

Por eso, en correspondencia con los ejes centrales de los puntos que he nombrado antes como posibles factores explicativos, se. podría decir que el déficit intercultural en la argumentación de Enrique Dussel a este nivel consiste concreta y fundamentalmente en esto: 1) descuido de los hombres propios en las culturas amerindias y de la necesidad de diálogo intercultural que ellos hacen patente en el interior mismo de nuestra América; 2) sobrevaloración de las categorías de «periferia» y/o «colonia» en su capacidad hermenéutica para reconstruir «la visión del Otro»; y 3) nivelación de los proyectos culturales de los pueblos amerindios y afroamericanos en un programa de vida y de acción que pretende ser identificable como latinoamericano en la unidad de su totalidad. Este aspecto muestra en concreto, dicho sea de paso, una de las consecuencias del intento de subsumir lo intercultural en el horizonte de la filosofía de la liberación; intento que, por otra parte, indica justo la todavía precaria percepción del desafío intercultural con que se conforma esta corriente de la filosofía latinoamericana.

Para el caso de que mis observaciones críticas despierten la sospecha del hipercriticismo, quiero terminar mi análisis de la posición de Enrique Dussel llamando la atención sobre un último aspecto de su argumentación que, a mi juicio, representa una justificación adicional de lo que he venido criticando como el déficit de interculturalidad en su planteamiento.

Me refiero al momento conclusivo de su argumentación; y que es, por tanto, particularmente significativo para la legitimidad de la crítica formulada. Pienso, en concreto, en el paso, al final del camino argumentativo con y a favor de la alteridad del «Otro», en el que el «Otro» recibe un nombre (¿propio?) y se le reconoce como «Pueblo». El discurso sobre el «Otro» en singular culmina de este modo en una propuesta singularizante y homogeneizante, ya que su conclusión no es la perspectiva de una América Latina que renace y se reconfigura desde y con la diversidad de sus pueblos y culturas, es decir, desde y con los nombres propios de la pluralidad de sus sujetos históricos. La conclusión, es más bien, como se a sugerido, la propuesta de una América Latina que debe afirmarse como «pueblo uno» y buscar en consecuencia, el desarrollo y la defensa de una cultura latinoamericana que sería precisamente la expresión del proyecto del «pueblo uno» o del «pueblo latinoamericano» en tanto que «bloque social» y/o «bloque cultural» de los oprimidos y excluidos, como precisa el mismo Dussel.

A la luz de esta conclusión creo, por consiguiente, que es legítimo mantener que no es hipercriticismo sino sentido crítico intercultural lo que me hace advertir que en el planteamiento de Enrique Dussel la fundante diversidad de nuestra América, como tierra de muchos pueblos con nombres y proyectos propios, parece sacrificarse en aras de un programa político-cultural de «unidad popular» que no puede menos que resultar nivelador y homogeneizante, porque en su lógica interna lleva una dinámica asimiladora que debilita las diferencias en la plural alteridad del «Otro» y que conduce por eso a convertir en simples «rostros» o en meros «aspectos múltiples de un pueblo uno» lo que en realidad son universos propios con derecho a la autodeterminación cultural, política y religiosa. Pero continuemos con nuestro análisis.


6. Luis Villoro

Paso a la presentación del último ejemplo con el que quiero ilustrar el impacto de la especial coyuntura histórica de «1992» entre los representantes de los «grandes nombres» de la filosofía latinoamericana, a saber, Luis Villoro.

Es sabido que en el caso concreto de Luis Villoro se trata sobre todo del impacto que le produce dicha coyuntura histórica en la peculiar figura del proceso de movilización indígena iniciado en México con el levantamiento neozapatista en Chiapas en enero de 1994. Conocido es también el hecho de que este impacto marca o, mejor dicho, se expresa como un giro en la obra filosófica de Luis Villoro, ya que a partir de ese momento se percibe cada vez con mayor claridad cómo se retoman en su obra aquellas grandes preocupaciones contextuales de los años cincuenta (pensemos, por ejemplo, en el gran libro ya citado Los grandes momentos del indigenismo en México), que en las décadas de los años sesenta, setenta y ochenta se habían visto relegadas a un segundo plano por el interés creciente en un filosofar «universalista» que, a su vez, se irá perfilando como opción por la filosofía analítica. De esta suerte este giro connota una reorientación en la dirección de una filosofía ético-política que reconoce como uno de sus focos centrales de reflexión la cuestión de la diversidad cultural y de la reorganización de las relaciones culturales y políticas entre los pueblos a la luz de una universalidad respetuosa de lo propio; curada, por el ejercicio de la tolerancia, de todo resabio colonialista o imperial. Ya he citado algunas de las obras que dan testimonio claro de este giro en el quehacer filosófico de Luis Villoro en los últimos años. Estas obras muestran además, como acabo de insinuar, que se trata de un giro de gran envergadura que se concretiza en el desarrollo elaborado de una nueva filosofía política que, a partir del contexto de América Latina, toma en serio el desafío de la diversidad cultural e intenta abrir caminos viables para un reordenamiento de las esferas públicas (política, social, jurídica, económica, etc.) en el que el reconocimiento de las diferencias y su derecho a la autonomía no es un obstáculo sino la condición histórica indispensable para lograr una convivencia solidaria entre los distintos pueblos del mundo.

Lejos nos llevaría, por tanto, entrar ahora en un estudio detallado de la aportación actual de Luis Villoro, cuya importancia -anoto de paso- ha sido ya reconocida por la crítica filosófica latinoamericana. Para el breve análisis con el que quiero ilustrar aquí el impacto de la coyuntura histórica de «1992» y, muy particularmente, del despertar de los pueblos indígenas en la obra actual de Luis Villoro, me tendré que limitar, por eso, a destacar sólo algunos momentos escogidos de la misma que son, naturalmente, los que a mi juicio mayor relevancia tienen para el objetivo de este trabajo, puesto que son momentos que dan cuenta cierta de su respuesta al desafío de la diversidad cultural y que permiten así calibrar con exactitud el alcance de su apertura a la cuestión intercultural. Se trata, en concreto, de los cuatro momentos siguientes:

1) La defensa del derecho de autonomía de los pueblos indígenas, que Luis Villoro fundamenta recurriendo primero al derecho internacional vigente, pues su interpretación de «pueblo» como unidad de cultura, voluntad de pertenencia común Y relación con un territorio es suficiente ya para garantizar el reconocimiento jurídico de los pueblos indígenas de México y/o América Latina como «sujetos de la libre determinación». Pero en el contexto de mi trabajo acaso más significativo es el otro argumento con el que Luis Villoro fundamenta su decidida defensa de los pueblos indígenas como pueblos/naciones a los que se debe reconocer sin reserva alguna su derecho a la libre autodeterminación. Luis Villoro lo llama el argumento histórico y lo formula en estos términos:

México fue constituido como Estado nacional a partir del proyecto de una minoría, a principios del siglo XIX: una minoría criollo-mestiza que quiso constituir desde cero la nación, conforme al modelo del Estado nacional europeo que viene desde las revoluciones norteamericana y francesa. El Estado nacional se concibe como una entidad nueva que es el resultado de una serie de individuos que se reúnen, pactan entre sí y constituyen una nueva entidad que homogeneíza y unifica a esta totalidad de individuos. En la Constitución de Apatzingán primero, luego en la Constitución de 1824 y las constituciones posteriores, la nación mexicana se constituye como una entidad nueva a partir del proyecto de un grupo criollo-mestizo.
Considero que este argumento histórico es más significativo porque pone de relieve el déficit de consenso intercultural que hay en el mismo proceso fundacional y constituyente del Estado nacional mexicano. Con lo cual se ve a su vez que Luis Villoro, aunque no use el término intercultural expresamente, hace valer, de hecho, una percepción intercultural de la realidad social, política y cultural de México en su argumento histórico; pues sin ella sería incomprensible e infundada la constatación crítica de que el Estado nacional mexicano no es el resultado de un consenso entre todos los grupos o pueblos afectados por la constitución del mismo en el siglo XIX.

Diría entonces que el argumento histórico es un argumento también intercultural Y que es precisamente esta dimensión la que legitima su crítica del Estado nacional mexicano como un Estado constituido monoculturalmente, es decir, por la hegemonía de una cultura o de un grupo cultural determinado: el sector de los mestizo-criollos y creo que este sentido intercultural que implica el argumento histórico de Luis Villoro a favor de la libre determinación de los pueblos indígenas lo corrobora su mismo autor al añadir como parte de su argumentación:

[...] en este pacto del grupo criollo-mestizo no entran para nada los pueblos indígenas. Nadie le consulta a ningún pueblo indígena si quiere formar parte de este pacto o no. Los pueblos indios están excluidos en realidad de este pacto, que llevado a cabo por los mestizos y los criollos, es el que constituye la nación mexicana y el que se impone a los pueblos indígenas.
De ahí que la conclusión del argumento histórico sea además una conclusión de manifiesto espíritu intercultural, a saber, el respeto y el reconocimiento del otro en concreto, quiere decir, en la realidad histórica de sus tradiciones y culturas, de sus nombres propios y de sus proyectos de futuro. En este sentido asienta Luis Villoro:

Si queremos que el Estado nacional mexicano sea el resultado del libre consentimiento de todos los pueblos que lo constituyen y no sólo de nosotros los mestizo-criollos, si queremos que sea un pacto libremente determinado por todos los integrantes de la nación, tiene que nacer de la libre decisión de todos los pueblos que constituyen la nación.

Y al final de su argumentación puntualiza:

Las comunidades indígenas actuales no están hablando de un proyecto sólo para ellas [...] están llamando la atención sobre la existencia de un proyecto de nación real, alternativo a la nación que el grupo criollo-mestizo ha forjado desde los comienzos de nuestra vida; un proyecto de nación de respeto a la multiplicidad, de respeto a las diferencias, a la diversidad del país, a las formas de vida de cada quien dentro de su ámbito particular y de solidaridad y de preeminencia de los valores comunitarios sobre los valores individuales.
Testimonio de la sensibilidad intercultural que transpira el argumento histórico de Luis Villoro es, por otra parte, el hecho notable de que su defensa del derecho de autonomía de los pueblos indígenas no se queda en un plano abstracto ni se entiende sólo como un reclamo general, sino que se plantea en términos de una demanda histórica de y para seres humanos históricos que se concretiza por eso en una demanda de respeto a los derechos políticos, sociales, culturales y jurídicos de los pueblos indígenas. Ésta es, sin duda, la base indispensable para la práctica de una convivencia intercultural; pues, como con acierto anota Luis Villoro, sin esa igualdad en el ejercicio de los derechos que todo pueblo necesita practicar para crecer como pueblo, no puede ponerse en marcha ese proceso de mutuo aprendizaje entre iguales que llamamos relaciones interculturales entre pueblos que se respetan recíprocamente en sus diferencias.

Y no me parece superfluo advertir que para Villoro se trata de una igualdad radical que va, si cabe, más allá del respeto a las instituciones todas de los pueblos indígenas para «dar a sus culturas y a su lengua el mismo régimen que se le da a la cultura mestizo-criolla».

Esta igualdad, insisto, es condición para la práctica de la convivencia intercultural en su sentido fuerte, que el mismo Luis Villoro me parece que formula al constatar y exigir al mismo tiempo:

Tenemos mucho que aprender de ellos y ellos tienen mucho que aprender de nosotros. Hagamos intercambio de culturas, respetando sus derechos culturales. Derecho a que ellos mismos organicen su cultura y sus ámbitos educativos.
No creo, por tanto, tergiversar al argumento de Luis Villoro a favor del derecho de autonomía de los pueblos indígenas si interpreto, para concluir, que ve en el ejercicio libre de dicho derecho la base para el marco donde se haga realmente posible una verdadera relación intercultural. Así entendido su argumento es, pues, una prueba concreta de su clara percepción del desafío intercultural con el que el despertar de los pueblos indígenas confronta hoya América Latina.

2) El reconocimiento de los valores de las comunidades indígenas, que está comprendido en el momento anterior y que en realidad se deriva del mismo como una consecuencia suya; pero que conviene explicitar como momento específico porque, como tal, nos revela un aspecto importante de la reflexión filosófica de Villoro ante el desafío de la diversidad cultural.

En lo esencial, según alcanzo a ver, se trata de reafirmar el derecho de autogobierno, que es también -como acabamos de ver- derecho a una cultura y una identidad propias, por el reconocimiento de que en el curso del ejercicio histórico de ese derecho toda comunidad, cualquier pueblo, funda tradiciones peculiares que alimentan su forma específica de ver el mundo, de organizar su vida cotidiana, de interpretar las relaciones de sus miembros entre sí y de éstos con la naturaleza, etc.; y que deciden de esta forma el horizonte de sentido a cuya luz los miembros de una comunidad determinada pueden discernir, tanto a nivel personal como colectivo, los «valores» que preferencialmente deben guiar sus acciones justo como miembros de tal comunidad.

En el caso concreto de los pueblos indígenas de América Latina entiende Luis Villoro que son sujetos de culturas que han generado y conservan vivos todavía valores imbuidos de sentido comunitario, es más, que tienen en su horizonte de sentido la comunidad como fuente generadora de preferencias y opciones axiológicas. Para Villoro el reconocimiento de los valores de los pueblos indígenas quiere decir, en concreto, respeto de sus valores comunitarios. Muy significativa es en este contexto esta afirmación suya:

En toda América los antiguos pueblos indígenas han mantenido, pese a los cambios que introdujo la colonia, el sentido tradicional de la comunidad, en coexistencia con las asociaciones políticas derivadas del pensamiento occidental. La estructura comunitaria forma parte de la matriz civilizatoria americana [...] Las civilizaciones que se remontan a la época precolombina estaban basadas en una idea de la comunidad del todo diferente a la asociación por contrato entre individuos que prevaleció en la modernidad occidental [...] A menudo se encuentra adulterada por nociones derivadas de la colonización. La comunidad originaria se corrompe a veces por las ambiciones de poder ligadas a las estructuras propias del Estado nacional [...] Pero la comunidad permanece como un ideal de convivencia que orienta y da sentido a los usos y costumbres de los pueblos.
Conviene notar, por otra parte, que, para Luis Villoro, la vigencia del ideal de la comunidad y sus valores la prueba hoy precisamente la movilización de los pueblos indígenas. Así escribe:

La rebelión de las comunidades indígenas de Chiapas, en México, puede interpretarse, en mi opinión, como un llamado a la recuperación de los valores de la comunidad en el seno de la sociedad moderna.
En la lógica del razonamiento de Villoro la demanda del reconocimiento de los valores de las comunidades indígenas nada tiene que ver, por eso, con la nostalgia de los que argumentan con el poeta Jorge Manrique (1440-1479) diciendo que «cualquiera tiempo pasado fue mejor», ni con ningún otro tipo de vuelta romántica al pasado, sino que se plantea como exigencia de respeto ante valores que orientan y se hacen efectivos en los estilos de vida y las prácticas culturales colectivas de pueblos que viven y conviven con nosotros. Es decir, que se nos pide el reconocimiento de valores encarnados en sujetos y formas de vida vivos, y que son prueba del pluralismo fáctico que caracteriza nuestro propio presente y que, por eso mismo, nos impele a la tolerancia, en el mejor sentido del término.

De esta forma el reconocimiento de los valores de las comunidades indígenas implica para Luis Villoro la voluntad de compartir el presente buscando una forma de convivencia en la que, sobre la base del respeto a las diferencias, se puede desarrollar el aprendizaje mutuo de que ya se habló. Lo que significa, a su vez, que en este proceso de convivencia dialogante el reconocimiento de los valores comunitarios de los pueblos indígenas puede ser el punto de partida para una transformación correctora de ciertos aspectos de la cultura moderna dominante. Casos concretos serían, por ejemplo, el valor de la reciprocidad como idea reguladora para reorganizar o complementar al menos un orden económico basado sólo en el intercambio, o el valor de la asamblea, como práctica de vida intersubjetiva y fuente de consenso, para emprender una renovación radical de la democracia representativa de corte occidental.

3) El replanteamiento recontextualizante de los (falsos) dilemas «peculiaridad - universalidad» y/o «autenticidad - enajenación», con el que Luis Villoro toma posición, por un lado, frente a la aceleración de la tendencia a la unificación cultural bajo el signo hegemónico de una cultura occidental nivelada y, por otro, frente a la reacción de afirmar y defender lo propio; y que es, por consiguiente, el momento que mejor se presta para aquilatar su concepción de la cultura y de las relaciones entre culturas, que es naturalmente esencial para comprender el alcance de las demandas formuladas en los dos aspectos anteriores. Veamos brevemente este momento.

Reconociendo que «la tendencia a la universalización de la cultura no ha sido obra de la comunicación racional y libre sino, antes bien, de la dominación y la violencia», considera Luis Villoro que es perfectamente comprensible que este proceso de homogeneidad se vea acompañado por una fuerte reacción en sentido contrario que busca «afirmar el valor insustituible de las particularidades culturales, su derecho a la pervivencia y la defensa de las identidades nacionales y étnicas». Así surge, al parecer, un conflicto entre (supuestos) valores universales y (supuestos) valores particulares: universalidad versus particularidad, autenticidad versus heteronomía o enajenación.

Pero, para Luis Villoro, que trabaja con una concepción histórica de la cultura -opuesta, por tanto, a los conceptos esencialistas y/o ontologizantes de la cultura-, ver la relación «universalidad - particularidad» en términos de un dilema o una antinomia es en realidad crear un falso problema. Pues las culturas son resultado de procesos históricos determinados desde el principio por el intercambio y la interacción entre factores de muy diversa naturaleza y de muy distinto origen. De modo que lo que se puede llamar propio o peculiar en una cultura no es una esencia que cae del cielo, sin mediaciones de algún tipo, sino, por el contrario, el «producto» de la acción histórica de sus miembros en procesos de intercambio, incluidos conflictos y rupturas, tanto entre ellos mismos como con los llamados «otros». Lo peculiar crece en esos procesos, y por eso no se lo puede confundir Con una entelequia local que aísla y define de una vez por todas a los que se identifican y reconocen mediante dicha peculiaridad. En consecuencia, el relativismo cultural como defensa de un Pretendido «ser propio» en cada cultura carece de un fundamento sólido.

Mas, por otra parte, el recurso demasiado rápido al universalismo no es menos problemático, ya que con frecuencia bajo el manto de cultura universal lo que se esconde es la preferencia por una cultura particular supuestamente más avanzada y racional que las otras, cual sería la cultura ilustrada de la modernidad europea.

Para salir de la confusión y de la ambivalencia reinantes en este debate Luis Villoro propone replantear la cuestión de la relación entre lo propio y lo universal sobre la base de una concepción de la cultura según la cual cultura no es el sinónimo de patrimonio cultural a conservar, sino, más bien, un proceso abierto y dinámico controlado por sus sujetos y con el fin expreso de asegurar la mejor realización de los mismos. Más que un fin o valor en sí misma la cultura está en función de los fines de sus miembros. De ahí que Luis Villoro no hable de esencia o propiedades de una cultura sino de las funciones que debe cumplir una cultura, cualquiera que ella sea. Un presupuesto fundamental en su concepción nos dice:

Una cultura satisface necesidades, cumple deseos y permite realizar fines del hombre. ¿Cómo? Mediante una triple función: 1) Expresa emociones, deseos, modos de ver el mundo. 2) Da sentido a actitudes y comportamientos. Señala valores, permite preferencias y elección de fines. Al dar sentido, integra a los individuos en un todo colectivo. 3) Determina criterios adecuados para la realización de esos fines y valores; garantiza así, en alguna medida, el éxito en las acciones emprendidas para realizarlos.
Este supuesto le permite a Luis Villoro plantear una pregunta que no es metacultural, pero que sí pretende ser transcultural en cuanto que interroga por las condiciones de posibilidad que deben darse para que las culturas puedan cumplir las funciones cuyo mejor o peor cumplimiento las califica precisamente como culturas mejores o peores, esto es, más racionales o menos racionales. Con esta pregunta, que es pregunta por «los principios normativos para la realización de una cultura preferible», se introduce, por tanto, un criterio para discernir la calidad de las culturas que es además, evidentemente, el horizonte normativo a cuya luz es posible la crítica cultural y la respuesta a la cuestión de si hay culturas que deben ser preferidas a otras. Cuatro son, según Villoro, los principios que configuran este criterio y/o horizonte normativo que funge como ideal regulador de todo proyecto cultural: «principios de autonomía, de autenticidad, de sentido y de eficacia».

Estos principios representan un hilo conductor para juzgar si, cómo y en qué grado una cultura cumple sus funciones así como para esclarecer los derechos y deberes que de su desarrollo se desprenden para sus miembros. Pero, para nuestro autor, lo decisivo es que estos principios normativos constituyen el horizonte, formal transcultural que permite desmontar la antinomia peculiaridad – universalidad como un falso dilema.

Pues el principio de autonomía, por ejemplo, entendido como la capacidad de los miembros de una cultura para decidir con libertad sobre los fines y valores con que se identifican, sobre los medios para alcanzados y las formas para justificarlos, nos hace ver que la práctica de la autonomía cultural no está reñida ni se contradice con una actitud de apertura comunicativa a expresiones y logros culturales que proceden de otras comunidades distintas de la nuestra. Este principio nos facilita además la posibilidad de comprender que en el interior mismo de la cultura que una comunidad determinada tiene por suya se dan o pueden darse procesos contrarios al ejercicio de la autonomía cultural en todos los miembros de la misma, como sería el caso en que un grupo dominante impone «su cultura» al resto de la sociedad.

Por su parte, el principio de autenticidad nos ayuda a comprender un aspecto fundamental para el replanteamiento de la cuestión «peculiaridad - universalidad» que propone Luis Villoro. Suponiendo la autonomía como condición necesaria de su ejercicio práctico, nos explica su argumentación, el principio de autenticidad muestra, a saber, que en una cultura lo peculiar no es de por sí garantía de autenticidad y que debemos separar los dos conceptos. Además de que lo peculiar o propio, como se vio antes, es ambiguo y puede generar estructuras de dominación e incluso de enajenación cultural, está para Luis Villoro el hecho de que la autenticidad no se mide por la fidelidad a lo que nos distingue de otros sino que se expresa y se realiza más bien como cultivo de actitudes y formas de actuar y de valorar que respondan realmente a las necesidades con textuales e históricas de la comunidad. Como en el ejercicio de la autonomía, la práctica de la autenticidad no se opone a la recepción de formas culturales «ajenas» sino a su imitación ciega, ya que el criterio es la respuesta o no respuesta a las necesidades reales de los miembros de una cultura.

Para el propósito de mi trabajo es, por otra parte, igualmente importante la consecuencia que deduce Luis Villoro de la aplicación del principio de autenticidad para las relaciones de las culturas entre sí. Se trata de lo que él llama «deber de confiabilidad», y que enuncia en estos términos:

Todo sujeto tendría el deber de atribuirle autenticidad a otra cultura mientras no tenga razones suficientes para ponerlo en duda, es decir, tendría la obligación de suponer que las expresiones (verbales o no) de otra cultura son consistentes con sus deseos, creencias, actitudes o intenciones [...].
Lo que implica lógicamente como correlato el derecho de cualquier cultura a ser juzgada desde sí misma, y no desde fuera. Con razón señala Luis Villoro, pues, que «el principio de autenticidad nos abre así a la posibilidad de reconocimiento del otro como sujeto».

Finalmente los principios de sentido y de eficacia complementan la regulación normativa que posibilitan los dos anteriores, al añadir los criterios formales para el discernimiento de las formas en que una cultura proyecta los fines y valores últimos que dignifican la vida de sus miembros, y de los medios necesarios para la realización efectiva de los mismos. Los principios de sentido y eficacia contribuyen así también a la relativización de las tradiciones propias o, mejor dicho, a su mejoramiento al promover en nuestra propia práctica cultural la conciencia del deber de abrimos a otras tradiciones para apoyamos, por el aprendizaje mutuo, en la búsqueda de opciones culturales cada vez más plenas de sentido y racionales.

En resumen, pues, y en su conjunto, la aplicación de estos cuatro principios disuelve el (falso) dilema de la peculiaridad - universalidad, ya que en dicho proceso aprendemos que «ni la 'peculiaridad' ni la 'universalidad' son valores deseables por sí mismos»:

Al optar por la «peculiaridad» en la cultura, en realidad lo que queremos preservar es la capacidad de autodeterminación y la consistencia de los elementos de la cultura (...] Lo que nos urge evitar no es la universalización, sino la cultura de dominación (propia o ajena) y la disonancia y enajenación culturales [...] Por otra parte, al optar por una cultura «universal», lo que desearíamos es, en realidad, la realización de la razón y, por ende, la posibilidad de emancipación de todos los hombres.

4) Perspectivas para una nueva política cultural, que es el momento en el que el planteamiento de Luis Villoro se concretan los principios esbozados de su ética de la cultura al deducir de ellos medidas prácticas cuya puesta en vigencia llevarían a una reorientación de las políticas culturales actuales en el sentido precisamente de lo exigido por dichos principios éticos.

Por no poder entrar ahora en detalles, pero también por evitar posibles repeticiones, me limito a destacar estas dos medidas u orientaciones para una política cultural que sepa fomentar en las culturas prácticas de autenticidad y de universalización a la vez.

La primera, que se basa en la idea de que es el colonialismo y/o la dominación cultural lo que genera el conflicto entre tradición propia e innovación, propone el desarrollo de una política cultural que «estaría dirigida contra cualquier forma de dominación mediante la cultura. Su ideal sería la emancipación y realización plena de la sociedad tanto en su interior como en su relación con otras naciones» y aunque después de lo visto en la argumentación de Luis Villoro es de hecho superfluo decido, quiero insistir con todo en que esta medida no fomenta el nacionalismo ni el peculiarismo, porque lo que busca es crear las condiciones para que las culturas puedan comunicarse sin ambiciones colonialistas y sobre esa libre interacción ir fraguando «una cultura universal diferente a la universalidad impuesta por la dominación de Occidente».

La segunda se orienta concretamente a la reestructuración de las relaciones entre la cultura hegemónica de un país con las culturas minoritarias del mismo. Dice:

Frente a las culturas minoritarias y a las etnias o nacionalidades existentes en el interior de un Estado, éste debería a la vez respetar plenamente su autonomía, juzgarlas según los parámetros de sus propias culturas y propiciar su acceso a formas más racionales de vida.
De esta suerte se podría superar el horizonte de políticas culturales que buscan la integración en la cultura dominante a través de la homogeneización, lo que equivale a la destrucción de las culturas minoritarias, para dibujar un nuevo horizonte en el que la integración significa «posibilidad real de que las comunidades minoritarias se apropien de los valores y técnicas de la cultura hegemónica, las incorporen a su propia figura del mundo y ejerzan control sobre ellas".

Ante la clara toma de posición y las perspectivas esbozadas en estos cuatro momentos que he escogido para ilustrar la obra actual de Luis Villoro, creo que se puede concluir, sin necesidad de más comentarios adicionales, que atestiguan de manera ejemplar cómo este autor asume realmente el desafío intercultural que plantea la diversidad cultural, y ensaya una reflexión filosófica que hace de este desafío una de sus preocupaciones contextuales centrales y busca, en consecuencia, desarrollada como respuesta ante él proponiendo posibles vías y estrategias para la reestructuración del mundo actual a partir de relaciones culturales libres y autodeterminadas, esto es, exentas de todo resabio colonialista.

En este sentido, por tanto, es de justicia reconocer que con la perspectiva abierta por Luis Villoro la filosofía latinoamericana ha dado otro gran paso en el camino hacia su apertura intercultural. Y, a mi modo de ver, creo que cabe reconocer también que su planteamiento, comparado con la posición de Enrique Dussel, e incluso aún con la de Arturo A. Roig, presenta la ventaja de no pretender subsumir la reflexión sobre lo intercultural en un sistema que cree tener ya su consistencia teórica propia o en un modelo de filosofar que ya ha definido su carácter, y que integran por eso lo intercultural como otro de los campos que pueden ser explicados desde su horizonte.

Por otra parte, sin embargo, y evidentemente sin intención de restar méritos a la aportación sustancial que hace Luis Villoro, hay que observar que, desde un punto de vista de crítica intercultural, su planteamiento también presenta ciertas deficiencias o limitaciones, ya que parece detenerse a medio camino y no llegar hasta las últimas consecuencias implicadas en la aceptación del desafío de la diversidad cultural como tarea de radical revisión y recreación de nuestros hábitos de pensar y de construir cultura.

Así, por ejemplo, sorprende, por contraste, que la afirmación sin reservas de la diversidad cultural, con la consiguiente demanda de reconocer al otro como sujeto y de respetar la autonomía y autenticidad de su cultura, vaya acompañada en la argumentación de Luis Villoro de la idea de que «existen formas de cultura más racionales que otras, subrayando además que se trata de una idea que es «inherente a la noción de racionalidad". Es cierto que ViIloro postula e introduce esta idea sobre todo como perspectiva para contrarrestar y hacer frente al peligro del relativismo cultural, pero no por ello deja de ser menos problemática. Pues, aunque reconoce y defiende el uso plural de la razón, su argumentación da la impresión de orientarse preferencia/mente en un modelo de racionalidad del que no se puede decir que sea intercultural, es decir, resultado de un proceso de interacción entre usos culturales diversos de la razón, porque privilegia formas que son reconocibles justo como occidentales para discernir y definir lo que puede y debe ser considerado como racional y para decidir, por tanto, sobre los procesos que indicarían un crecimiento de racionalidad y/o un mejoramiento de la calidad humana en las culturas de la humanidad.

Creo que esta preferencia por una práctica de la razón que se oriente en los ideales de la modernidad ilustrada europea queda clara en esta afirmación:

No todas las culturas son en realidad equivalentes: las hay oscurantistas y represivas y otras que garantizan en mayor grado el perfeccionamiento del hombre y su poder para dominar y transformar el entorno. Proyectar un ideal de emancipación humana implica aceptar la existencia de culturas más atrasadas que otras en la aproximación a ese ideal.
Y aclaro que lo que parece problemático en esta afirmación, cuando se la considera desde un punto de vista intercultural, no es, ni mucho menos, el rechazo del relativismo cultural exagerado y absoluto que lo que hace es aislar, fragmentar y, por tanto, absolutizar las culturas, ni tampoco lógicamente la idea de que no todas las culturas son equivalentes; pues de la pluralidad cultural no se desprende la consecuencia del relativismo Cultural. La consecuencia es más bien la idea de que todas las culturas Son relativas. De ahí el deber de la comunicación; y, por cierto, sin excluir procesos de mutua corrección. En suma: no relativismo cultural sino relatividad de las culturas. Pero, por otra misma razón, lo problemático es más bien el elevar demasiado rápidamente a criterios universales valores de una cultura determinada (por ejemplo, la racionalidad o el poder para dominar el medio) para romper la equivalencia y declarar el «oscurantismo» o el «atraso» de otras culturas. Creo que la idea de la no equivalencia de las culturas debe ser el resultado de un proceso abierto, promotor de una continua heurística cultural, que implica no sólo la revisión y complementación permanentes de lo alcanzado como universalizable por la interacción intercultural sino también, al menos como posibilidad, la toma de conciencia de los límites de la comunicación o, mejor dicho, del entendimiento intercultural en vistas a una definición estable y vinculante del ideal cultural preferible para toda la humanidad. Podemos, pues, como hace Luis Villoro, postular el ideal de emancipación, el ideal de una cultura racional para todos, pero sin excluir que en el proceso histórico de aproximación a dicho ideal la misma pluralidad de la razón nos puede mostrar que es más racional descentrar ese ideal reconociendo que la pluralización del mismo puede ser experimentada por muchas culturas como condición para ejercer su derecho a la autonomía y a la autenticidad.

De esta suerte, me parece, la idea regulativa de una cultura universal, racional, es decir, realizadora de la razón a escala planetaria, podría ser replanteada y recuperada en el sentido de un proyecto plural de convivencia entre culturas que, aunque no logren el consenso de comprenderse y de entenderse entre sí como momentos de un único ideal de la razón ni lleguen a compartir tampoco, por consiguiente, el mismo «camino de perfección» para el mejoramiento de la vida de sus miembros, se reconocen sin embargo como culturas generadoras de razón, es más, de ideales racionales; y que, gracias a ese mutuo reconocimiento, perciben la relatividad cultural que implica el desarrollo de fines y valores propios no como creación de mundos cerrados sino como cultivo de mundos fronterizos donde la conciencia y la práctica cotidiana del estar en contacto con el otro hace imposible la afirmación de lo propio o diferente si no es sobre la base de la vivencia de la relación. No sería, por tanto, como parece proponer Luis Villoro, un proyecto de culturas aliadas en la empresa común de afianzar la cultura de valores transculturales, sino más bien un proyecto intercultural en el que las culturas se comunican y plantean el desarrollo de su (propio) carácter como aportación al cultivo de la pluralidad en relación que necesitamos mantener viva, para que eso que llamamos razón humana no se conforme con el ideal racional de ninguna cultura determinada y evite así el famoso «sueño de la razón» que produce monstruos.

Lo anterior muestra, a mi juicio, que, como en los casos de Arturo A. Roig y Enrique Dussel, también en la argumentación de Luis Villoro se paga tributo a un concepto de razón y de racionalidad que define su núcleo duro primordialmente desde el horizonte demarcado por el paradigma occidental, donde, por ejemplo, procesos de justificación lógica o los aspectos de la coherencia y consistencia conceptual en la argumentación se tienen como criterios evidentes para discernir lo racional. Y creo que es esto lo que le impide en el fondo sacar de su propia afirmación de la pluralidad de la razón la consecuencia de una transformación intercultural que descentre la razón misma de todos los conceptos y usos que somos capaces de identificar como «racionales» y la abra a formas de expresión y de articulación del sentido que no sólo ponen en evidencia los límites de nuestro horizonte cultural para identificar todo lo que puede ser «racional», sino que nos confrontan además con la posibilidad de que lo que estamos acostumbrados a llamar razón aparezca en una constelación de valores y fines que no le da (a la «razón») la misma importancia que le damos nosotros en los procesos culturales de discernimiento de lo que realmente debemos saber y preferir.

Creo que esta preferencia por una concepción de la razón de raigambre occidental es la que está también en el trasfondo del otro aspecto con el que deseo apuntalar aquí mi observación crítica de que Luis Villoro no llega hasta las últimas consecuencias de su planteamiento. Me refiero a su concepto de filosofía. También en este campo sorprende, por contraste, que su decidida apertura y defensa de la diversidad cultural, que su justificada tesis de que «el mundo puede comprenderse a partir de diferentes paradigmas» no se tomen como punto e partida para fundamentar un programa de transformación de la filosofía desde el diálogo entre las culturas y que por el contrario, se mantenga en la argumentación un concepto de filosofía que llamaría occidentalclásico porque responde en sus referencias fundamentales a la imagen de la filosofía como saber académico y profesional (en el mejor sentido de estos términos), que se ha desarrollado y transmitido en las grandes tradiciones filosóficas occidentales. Para Luis Villoro la filosofía nace referida a lo universal porque «las preguntas filosóficas se refieren a temas universales y responden a necesidades de todo individuo o grupo de nuestra especie», y por eso no ve la necesidad de replantear una revisión del concepto mismo de filosofía a partir de las formas contextuales de reflexión que se manifiestan en la diversidad cultural y su pluralidad de paradigmas. Pero no porque se niegue el peso o la importancia de lo contextual sino porque se le reduce a una mediación cultural en y para el ejercicio de la filosofía. Dicho de otro modo: para Luis Villoro los contextos y las diferencias culturales tienen la importancia de constituir la situación a partir de la cual una comunidad determinada plantea las preguntas universales filosóficas, pero no tienen la fuerza de definir la filosofía misma como un quehacer contextual y de replantear, por tanto, la cuestión de la universalidad de la filosofía en términos de diálogo y solidaridad entre saberes contextuales.

De ahí que, en suma, vea en su planteamiento una potente y sugerente reflexión filosófica sobre lo intercultural, pero no la apertura necesaria para hacer del diálogo entre las culturas el lugar de un posible renacimiento de la filosofía en múltiples figuras de saberes contextuales que construyen «universalidad filosófica» no porque se reconozcan como compartiendo preguntas supuestamente universales, sino más bien porque, en y por el diálogo, aprenden a compartir sus contextos y con ello también a redimensionarse desde un horizonte intercontextual.


7. Observación final

Como anotación final a las observaciones críticas que he formulado a la aproximación de estos «grandes nombres» de la filosofía latinoamericana al fenómeno intercultural y su desafío para el quehacer filosófico en nuestra América, quiero indicar todavía que las limitaciones señaladas en sus respectivos planteamientos se pueden comprobar también en sus respuestas a las preguntas de la encuesta mundial sobre la situación de la filosofía a finales del siglo XX que organizó y editó la revista Concordia entre 1997 y 1999. Y si resalto este dato entre otros tantos a los que se podría remitir todavía es porque pienso que las respuestas de Leopoldo Zea, Arturo Andrés Roig, Enrique Dussel y Luis Villoro constituyen un documento de biografía intelectual y de autopercepción que permite calibrar, basándose justamente en una versión directa y de primera mano, cómo y de qué manera estos pensadores han asumido el desafío del diálogo intercultural en su desarrollo intelectual y si lo han considerado o no prioritario en la evolución de sus propias posiciones. Decía que estas respuestas ponen también de manifiesto las limitaciones señaladas en sus planteamientos, porque, si bien son testimonio de un esfuerzo claro y continuado por contextualizar la filosofía en nuestro medio y por, como dice concretamente Leopoldo Zea, articular «un filosofar a la altura del hombre», no se ve en ellas que se haya tomado conciencia de que ese proceso de contextualización seguirá siendo incompleto y deficiente mientras no se considere como un proceso que exige también la apertura de la filosofía a la diversidad cultural que informa la realidad de los contextos de vida en América Latina, y que tiene por eso mismo como parte integral de su dinámica el encarar ese diálogo entre las culturas presentes en el continente como un desafío de transformación radical de la filosofía latinoamericana.

Así, por ejemplo, Enrique Dussel insiste en proyectar mundialmente su proyecto filosófico de la filosofía de la liberación en la figura de una ética universal de la vida; Arturo Andrés Roig propone priorizar la reflexión sobre la constitución de la subjetividad latinoamericana a la luz de la categoría de la dignidad humana; Luis Villoro subraya la importancia de fundamentar una nueva ética y Leopoldo Zea resalta como línea de futuro prioritaria la perspectiva orteguiana de pensar en diálogo con las circunstancias y experiencias propias. Proyectos, todos ellos, sin duda, fundamentales para el desarrollo con textual de la filosofía en América Latina, pero que no se hacen cargo todavía de que la diversidad cultural con que los confronta la misma contextualidad del continente, los reta con la tarea prioritaria de rehacer la filosofía latinoamericana desde el diálogo entre todas las culturas que componen la riqueza plural de América Latina.


Por otro lado, es pertinente advertir en este contexto que el impacto del kairós de la coyuntura histórica de «1992» no se dejó sentir solamente entre los representantes consagrados de la filosofía latinoamericana. Por eso la necesidad de ampliar nuestro campo de análisis. Lo hacemos en el siguiente capítulo.

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