sábado, 15 de junio de 2019

CLÁSICOS

La naturaleza de la tecnología

Juan Abugattas

Cuando la ciencia moderna era todavía una mera posibilidad, Francis Bacon logró definirlo, esto es, establecer sus metas y posibilidades con enorme claridad. Obviamente, esa caracterización no se hizo con el objeto enfrente, pues el objeto no existía; lo que Bacon tenía nítidamente dibujado en la cabeza era un sistema de conceptos que auspiciaban no solamente una imagen ideal del hombre, sino también una recomendación de lo que debía ser la relación del hombre con la naturaleza.

No teniendo el objeto delante, Bacon tuvo que recurrir a la imaginación para hacer, entender a sus contemporáneos lo que proponía. Eso explica ese extraño e inconcluso ensayo que es uno de los más interesantes ejemplos de literatura utópico moderno: La Nueva Atlantida. Habiendo zarpado del Perú, donde habían encontrado riquezas que por su naturaleza no pudieron satisfacerlas plenamente, unos navegantes llegan, después de un accidentado viaje, a una isla desconocida. Bien recibidos por gentes que a todas luces tenían un grado de civilización mayor que el de ellos mismos, logran finalmente acceso a la ‘más grande joya’ que tales gentes poseen: la casa de Salomón. Ese templo del saber tiene como principal propósito: “el conocimiento de las causas y de los movimientos secretos de las cosas; y la ampliación de las fronteras del dominio humano, a fin de hacer todas las cosas que sean posibles”. Según el relato del sabio encargado de exhibir la joya, los trabajos de la casa de Salomón han resultado en la producción de nuevas plantas y animales, en el control del medio ambiente, la cura de enfermedades, la fabricación de máquinas que inclusive permiten volar y sumergirse en las aguas, y muchas otras maravillas, que permiten a los habitantes de Bensalem vivir mejor que los demás pueblos de la tierra. Pero, anota, el sabio, no todo lo que se inventa en la Casa de Salomón se da a conocer a los habitantes, sino solamente aquella que los sabios especializados en conocer los efectos de los nuevos inventos pueden tener sobre la salud y las costumbres de las gentes, consideran conveniente.

Las joyas del Perú, que provenían de la naturaleza y no de la inventiva humana, no hubieran nunca permitido a los viajeros ir más allá de lo que sus sociedades les ofrecían, mientras que las joyas de la nueva sabiduría amplían sin limitación alguna el ámbito de las opciones que se ofrecen al ser humano. La ciencia, empeñada en producir cosas útiles, aumenta el poder, el ‘imperio’ humano sobre su mundo social y natural y hace así más libres o los individuos. Esos individuos no quieren como los sabios que imagina Aristóteles, contentarse con la contemplación de la naturaleza, pues no se sienten simplemente parte de ella, sino que quieren sacar a luz, exponer sus secretos para dominarla. Parecería, pues, que aquí se asume que la naturaleza domina al individuo en la medida que éste es ignorante. El individuo se libera de la naturaleza en la medida que pueda llegar a desentrañar sus misterios y pueda así invertir su relación con ella para cumplir con el deseo divino expresado según los escrituras al momento de la creación, a saber, que el hombre es dueño de todas las demás creaturas y que debe ejercer su dominio sobre ellas.

Lo que a Bacon no se le ocurrió, aunque debería habérsele ocurrido porque está en la lógico de su argumentación, es que la nueva sabiduría podría llevar al individuo no solamente a una emancipación de la naturaleza si no a su emancipación de la tutela divina. En el Medioevo, la naturaleza infundía respeto no solamente porque era desconocida, sino también porque era concebida como creatura de Dios. El puesto del hombre en el mundo estaba fijado por Dios, y querer renunciar a él a cambiarlo era un acto de desmesura, de extra limitación. Pero curiosamente en el argumento mismo con el cual los medievales trataron de justificar su actividad filosófica, está implícita la negación de la actitud de subordinación respecto de la divinidad. Los cristianos se habían representado el mundo hecho a imagen y semejanza de Dios, por ende, argumentaban, aquel que filosofando quiere conocer el mundo y efectivamente logra hacerlo, simplemente llega a Dios por vía adicional o complementaria a la revelación.

Como el fin del conocimiento para los medievales es la contemplación, la comprensión de la naturaleza no puede llevar sino a la admiración de la obra divina y, en consecuencia, a la admisión de la superioridad de Dios. Sin embargo, cuando se empieza a presumir que el conocimiento debe traducirse en la manipulación de lo conocido, entonces el hombre puede llegar rápidamente a la conclusión de que Dios, cuyo poder se prueba por su obra, no es más digno de admiración ni de respeto que él mismo, que está en condiciones de reproducir la obra divina y hasta de mejorarla.

Los habitantes de la Nuevo Atlantis habían permanecido por decisión propia, aislados del resto del mundo durante varios milenios. Cada doce años, sin embargo, enviaban una expedición de sabios a los distintos rincones de la tierra, que camuflados como gentes lugareñas, debían recopilar toda la información científica y técnica que pudieran. Este autoimpuesto ostracismo se debía primaria mente al temor de que los otros pueblos pudieran hacer mal uso de las conocimientos que los hombres de Bensalem atesoraban con tanto celo y cuidado. Detrás de esos cuidados está, obviamente, la certeza que el conocimiento sirve no solamente para dominar a la naturaleza, sino que puede también servir para dominar a los demás hombres, y que, en consecuencia, aquellos que tengan más conocimiento, tendrán también mayor poder.
Esta relativamente larga digresión sobre la utopía de Bacon nos ha permitido ver algunos de los sueños y temores de los inventores de la ciencia moderna. Curiosamente, la preocupación principal se refiere al posible mal uso político de los conocimientos no así a las consecuencias que pudiera tener la incontrolada y creciente manipulación de la naturaleza ni del equilibrio de las cosas en que se sustenta la vida humana.

Pero veamos ahora más de cerca, a partir de la definición de Bacon, tres cuestiones; quién es el sujeto que pretende conocer la naturaleza; cómo quiere conocerla y para qué quiere hacerlo.

El sujeto que quiere conocer la naturaleza para dominarla es un ser sin precedentes en la historia de la humanidad. En algunas épocas de la historia de Occidente, tal vez en Grecia, pueden haber existido atisbas de ese tipo de ser humano, pero ciertamente no existió antes de la modernidad europea el tipo de ser que se llama ‘individuo’. El individuo es el más importante invento moderno, y es el protagonista de cuanto ha acaecido y se ha hecho en Occidente desde su aparición. El individuo es, ante todo, un ser solitario, que se concibe a si mismo enfrentado al mundo, al que llama por ello ‘objeto’, y a los demás hombres. Cognitivamente plantea su relación con la naturaleza en términos de la oposición sujeto—objeto; vitalmente concibe su relación con los demás seres vivos en términos de una oposición de intereses. Las únicas restricciones que admite en su conducta y en sus aspiraciones son aquellas que derivan bien de una conciliación de intereses que sea producto de la necesidad; o de una moderación que le sea impuesta por la ignorancia o por la debilidad. Esto último es lo que interesa ahora observar, y que en parte hemos visto ya antes.

El individuo no admite estar motivado sino por fuerzas internas. Tales fuerzas son sus pasiones. El instrumento de realización de esas pasiones es el instinto. Pero el instinto, que tiene un carácter inmediatista y que no permite juzgar adecuadamente el medio sobre el cual se debe actuar, resulta deficiente para garantizar éxito a plazo largo. El instinto debe ser entonces suplido por la razón. La razón, puesta al servicio de las pasiones, es la ciencia moderna.

Ahora bien, como son las pasiones, que demandan satisfacción pronta, las que determinan el ritmo de la vida, la ciencia será adecuado solamente en la medida en que pueda entregar soluciones rápidamente. La mejor vía, pues, es la más simple, la más directa. La complejidad es contraria a los intereses del individuo, que por eso la equipara a la irracionalidad. El individuo no puede entonces sino presumir que el mundo es simple y, par ende, que sus representaciones verdaderas de él deben también serlo. El célebre principio de parsimonia o de simplicidad se fundamenta en la base misma de la ciencia, que es la estructura de la relación entre individuo y naturaleza.

Ahora bien, como lo que hay que satisfacer mediante la ciencia son pasiones que surgen de necesidades corporales, y como tales necesidades se cubren con objetos o productos materiales tomados o generados a partir de la naturaleza, la ciencia debe estar primariamente encaminada a conocer la naturaleza y a permitir su manipulación. Esto es, la ciencia debe ser práctica. Pero hemos visto que la ciencia debe trascender los instintos, que tienen un carácter inmediatista. Por ello, el objeto de la ciencia no debe ser este objeto que esta ahora presente aquí, sino todos los objetas análogos a éste, que en el futuro pueden servir para satisfacer una necesidad similar. En otras palabras, si bien los instintos se refieren directamente a las cosas, la ciencia debe referirse a ellas pero de manera indirecta, pues su relación con ellos, sin dejar de ser práctica, debe ser genérica. Esto se logra, según lo había sugerido ya Guillermo de Ockam, mediante la ‘abstracción’, de modo tal que el objeto de que trata la ciencia no es directamente la cosa, sino la representación que de ella nos hacemos de manera genérica. Hay aquí, obviamente, un segundo nivel de simplificación, pues abstraer no es sino dejar de lado todas las determinaciones que realmente aparecen con la cosa.

Pero como la ciencia debe referirse a las cosas, aunque fuera a partir de la mediación de abstracciones o conceptos, el método de lo ciencia deberá ser tal que nos mantenga ligados de manera segura y permanente o las cosas. La ciencia debe ser un diálogo con las cosas. El experimento no es sino la manera inventada o, mejor, generalizada por los modernos, para dialogar con las cosas. Puede decirse, entonces que en la medida en que quiere ser práctica y útil, la ciencia moderna debe ser experimental. El experimento es el instrumento que permite la intervención del individuo en la naturaleza y el que le abre las puertas a su manipulación.

Podemos, ahora sí, tratar de responder a la pregunta ‘para que quiere el individuo conocer o la naturaleza’. La respuesta genérica ya la hemos considerado; para servirse de ella. En términos reales, esto quiere decir, como bien lo ha señalado Heidegger, que la que el individuo busca es extraer algo de la naturaleza. Extraer algo de la naturaleza significa separar parte de ella del conjunto dentro del cual se da normalmente. En cierta manera, pues, la explotación de la naturaleza es el equivalente práctico al acto mental de abstracción que, según vimos, es característica de la ciencia moderna. En su acepción clásica, el término ‘abstracción’ significa separar mentalmente lo que se da junto o unido en la naturaleza. La ciencia moderna, que aspira a ser un conocimiento práctico, abstrae para que ese acto mental posibilite la extracción de un producto natural, de un componen te de la naturaleza. Ahora bien, para servirse de ese componente, el individuo puede bien ‘recompensarlo’ artificialmente con otros con las que no está naturalmente compuesto, o puede consumirla aisladamente privando así o la naturaleza de ese producto. Notemos empero, que el acto mismo del consumo supone una transformación del producto consumi do, ya sea en el cuerpo humano o, sobre todo en los casos de productos utilizados para generar movimiento, en las máquinas. El ejemplo más común de este proceso es el motor de combustión.

La ciencia moderna lleva pues, necesariamente, a una alteración y aún a una recomposición del orden natural de los elementos del mundo. Esto la han visto con gran claridad los pensadores modernos, inclusive Karl Marx, quien, con el desbordante optimismo de los pensadores ‘progresistas’ del Siglo XIX, veía en eso lo esencia del proceso de humanización de la naturaleza y la base para el mejoramiento de la condición humana.

Justamente la ‘tecnología’ se define como el conjunto de procedimientos de las que se dispone gracias a la ciencia para sistematizar y acelerar la recomposición y la explotación de la naturaleza. La tecnología es, por ende, no la aplicación de la ciencia, sino su realización. Un saber que no se traduce en tecnología no es meramente inútil, sino que no es científico, no es un verdadero saber. La tecnología es la pasión del hombre volcada sobre la naturaleza a través de su instrumento de acción por excelencia, la ciencia. Parecería, entonces, que cuando la tecnología se desboca lo que realmente estamos viendo sin percatarnos claramente de ella es el desbocamiento de las pasiones humanas. Tal vez, entonces, y es eso lo que debemos examinar ahora, controlar la tecnología supone poder controlar o reorientar las pasiones.

Los Efectos de la Tecnología

Una de las tesis que con mayor frecuencia se defiende en la actualidad es la de la independencia o neutralidad de la técnica. El argumento es que la técnica es indiferente en si misma a toda posición política y a todo interés de grupo, pero que siendo un instrumento puede ser utilizada por cualquiera para promover sus peculiares intereses. Cuando la técnica es usada para perjudicar a alguien, se asume que lo que está mal y debe ser reformado es el sistema de valores que guía la acción de quien está causando el perjuicio. Se da a veces el ejemplo del martillo: el martillo, se dice, no es un arma, sino un instrumento que sirve para clavar, pero por sus características físicas puede ser utilizado como arma por alguien que quiera defenderse o agredir al prójimo. Al respecto, debemos preguntarnos: ¿es la técnica moderna, esto es, la tecnología, un martillo?.

La fuerza del argumento antes reseñado radica seguramente en la tendencia natural de la época o pensar en las cosas como en objetos, es decir, en seres que están más allá del bien y del mal, más allá de toda valoración y de toda moral. Kant mejor que nadie ha representado esta postura filosófica al insistir en que lo único que puede ser moralmente calificado es la voluntad. El cristianismo, al imaginar a Dios como un ser personal, distinto de la naturaleza, había sentado las bases para la concepción moderna de las cosas como objetos. En el Medioevo, según hemos visto, se mantenía sin embargo un cierto respeto por la naturaleza, porque se pensaba que estaba más allá de la comprensión humana. Pero al quedar Dios fuera del juego, toda noción de que las cosas mismas pudieran imponer restricción a la conducta es decir, de que algo, fuera del individuo, pudiese ser legislador de su conducta, quedó descartada definitivamente. La naturaleza podía ser motivo de disputa sólo secundariamente, esto es, en cuanto fuese objeto de deseo de dos individuos a la vez y en el mismo respecto. En el choque de dos voluntades puede producirse una limitación para una de ellas en el uso de parte de la naturaleza, o dicho en otras palabras, respecto de la naturaleza sólo pueden presentarse disputas sobre la propiedad y el derecho de uso, más no cuestiones sobre la legitimidad de explotarla. Tal es el contenido de la suposición que la naturaleza no es un ser vivo, sino materia inerte.

Hasta principios de este Siglo, cuando habían todavía razones para pensar que la manipulación de la naturaleza y del orden y combinación de sus componentes no tenía límites, la cuestión sobre la necesidad de ‘respetar’ o la naturaleza parecía un absurdo que era bien rezago de formas supersticiosas del pensamiento, o de concepciones erradas sobre lo naturaleza de la ciencia. La naturaleza no parecía exigir nada, y la única manipulación mala de ella que podía hacerse era aquella que estuviese motivada por una mala voluntad.

Marx, por ejemplo, pensaba que los problemas de contamina ción y de escasez de recursos que se detectaron en su época eran producto de la irracionalidad y de la desmesura capitalistas en el afán de acumular ganancias. Esos problemas tendrían solución técnica bajo el socialismo. Tal solución no implicaría, no obstante, reducción alguna de las aspiraciones y expectativas del conjunto de la sociedad, de modo que no tenía que pensarse que existía un límite al desarrollo de las fuerzas productivas que pudiese determinarse a priori.

En las últimas décadas, sin embargo, parecería que la naturaleza ha empezado a revelar una cierta capacidad de resistencia y una suerte de resentimiento ante la manipulación, cuyo signo más evidente es la contaminación ambiental, y cuyo síntoma más preocupante es la baja de las reservas de muchos productos considerados esenciales para la industria.

Los datos sobre la contaminación del medio ambiente, que son de todos muy conocidos, y que son lo suficientemente preocupantes para haber motivado o muchos millones de personas a adoptar posturas ‘ecologistas’, son en general admitidos por todos, salvo en casos excepcionales en los que está de por medio el interés militar o industrial de algún gobierno. La discusión sobre ellas se da a otro nivel, a saber, si pueden o no producirse los medios técnicos adecuados para controlar la contaminación en sus diversas formas. Los optimistas del progreso tienden a preferir que la cuestión de la contaminación no se plantea globalmente, sino que se discuta cada cosa aisladamente. Es decir, prefieren recurrir al viejo método de abstracción. A lo que apuntan es a tratar de negar la existencia de efectos irreversibles en el medio ambiente dañinos para el ser humano. Todo daño actual es pasajero, dicen, y es parte del precio que se debe pagar por el progreso y los beneficios de la técnica. La razón de su confianza radica en que están convencidos que los efectos negativos se deben a la ignorancia y que, dado que el conocimiento no tiene limites, superado el estado de ignorancia en ese respecto, podrán enmendarse las daños que se hubieren generado.

Este argumento no es caprichoso, ni pueden, quienes lo utilizan, renunciar o él fácilmente, pues deriva de la fuente misma de la fé progresista: no habiendo límite natural ni absoluta al conocimiento, y siendo el conocimiento práctico, todo problema práctico es susceptible de solución. En consecuencia, si realmente se demuestra que no hay solución posible a ciertos problemas de contaminación en un nivel técnico, lo que se habrá demostrado es que la creencia moderna en el progreso es insostenible.

Más que un análisis de los datos, la elucidación de esta cuestión requiere que se examinen con cuidado las causas de la contaminación, que, al parecer, son dos fundamentalmente: a) la introducción de sustancias en la atmósfera, las aguas y la tierra que son dañinas a la salud del hombre y que no se hallan en forma aislada en la naturaleza; b) la alteración de ciertos ciclos naturales vinculados a la producción y al mantenimiento de las diversas formas de la vida. La superación de la primera causa, el envenenamiento del medio ambiente es en realidad, bastante simple, pues su logro requiere probablemente más de una decisión política que de la producción de nuevas técnicas. Sin embargo, demanda ya de por si una renuncia por lo menos parcial a la creencia inicial de que el procedimiento científico—tecnológica es buena en si y que la satisfacción de las necesidades humanas debe tener total precedencia sobre todo lo demás. En efecto, la producción de gasolina, por ejemplo, y su combustión en motores que facilitan el transporte en vehículos, se hace inicialmente con la buena intención de servir al hombre facilitándole sus desplazamientos. Pero la dificultad del hombre para desplazarse a grandes distancias rápidamente es un hecho insignificante visto desde la perspectiva del conjunto de hechos que constituyen la naturaleza. La ciencia moderna, sin embargo, actúa sobre ese hecho, globalmente insignificante, recurriendo a procedimientos que tienen un efecto global, v. gr. contribuir a crear las condiciones para alterar la composición de la atmósfera terrestre de manera al parecer irreversible. El individuo, al ponerse incondicionalmente al frente de la creación, termina pues por crearse un problema insoluble para si mismo. Pues, ¿quien si no ese mismo indivi duo resultaría testigo de excepción de su propia destrucción?. Si la naturaleza es realmente inconsciente, seguirá siendo sustancialmente lo que es independientemente de cual sea su estructuro; el que parece depender de una cierta estructura de la materia para mantener su ser es el individuo, cuyo máximo logro como rey de la naturaleza bien pudiera resultar ser el tornarlo inhabitable para si mismo, y tener que sufrir la experiencia de su propia destrucción.

La discusión sobre los posibles efectos de la alteración de ciclos naturales indispensables para la vida humana no es menos interesante, pues envuelve más directamente que la anterior una reflexión sobre la naturaleza y los límites de la tecnología. En efecto, lo que está en cuestión es la factibilidad del sueño moderno de la razón occidental de que es posible crear un ambiente totalmente artificial para el hombre. No es ese un sueño arbitrario, sino que deriva del desea implícito en la concepción moderna de ciencia de lograr un control absoluto sobre los procesos naturales. Nada evidenciaría más el éxito de la ciencia que el hecho que el hombre se haga su propio habitat y controle todos sus ciclos vitales, independientemente del curso que tome la naturaleza.

Los datos de que se dispone hasta el presente no permiten suponer que ese sueño sea realizable, si no que, por el contrario, dan pie a pensar que de persistir y de agudizarse la interferencia humana en los ciclos de lo vida, la existencia del hombre en la tierra se verá en peligro. Pero supongamos por un momento que puedan compensarse técnicamente todos los efectos inicialmente nocivos que genere la intervención humana en el medio natural, ¿habrá esto hecho al hombre más o menos libre?. La pregunta es sensata, puesto que una de los razones de ser de la ciencia moderna es aumentar la autonomía y la libertad del hombre, ampliando sus opciones y su radio de acción. ¿Es más libre que un salvaje aquel que tiene que encerrarse en una cúpula de vidrio provista de aire acondicionado, y que moriría de malograrse los filtros purificadores que le garantizan la dosis adecuada de oxigeno?. Un hombre así es más vulnerable a si mismo y respecto de sus semejantes que un salvaje. Cuanto más artificial es el ambiente en el que existe, tanto menos individualidad posee el individuo, pues si antes tenía la opción de integrares a una sociedad por conveniencia, en ese caso tendría que hacerlo simplemente por necesidad.

La otra cuestión es la del agotamiento de los recursos naturales. En relación a esto, los progresistas—optimistas piensan que no hay por qué preocuparse, pues todo elemento es sustituible por otro bien natural, bien artificial. Así, para la mayor parte de sus usos, el cobre es sustituible por fibra de vidrio, y el petróleo eventualmente será sustituible por energía nuclear o solar, etc. Aquí se asumen pues dos cosas: a) que hay varios procedimientos tecnológicos alternativos para solucionar cada uno de los problemas que se presenten; b)que no hay límite a la producción de sustancias nuevas ya sea por medio de la ingeniería química o por medio de procedimientos mecánicos.

El segundo punto nos devuelve a la cuestión sobre las consecuencias en el medio ambiente de la introducción de nuevas sustancias y/o el aislamiento de otras que no se dan naturalmente en estado puro. Barry Commoner, el famoso ecólogo norteamericano, piensa que el problema central aquí es que usualmente no se estudian cuidadosamente todas las consecuencias posibles que puede tener una nueva sustancia, antes de lanzarlo al ruedo. Supone así, nuevamente, que todo es cuestión de poseer una información mayor y más completo, aunque, en honor a la verdad, hay que señalar que Commoner se percato que hay una contradicción entre el procedimiento visual de la ciencia que persigue simplicidad, y el hecho central de la biología que la vida es posible justamente en sistemas complejos y cuidadosamente equilibrados. Es precisamente en el campo de la biología en el que más urge solucionar la cuestión de los límites o la manipulación de la naturaleza. Pero suponiendo que fuera posible sustituir todas las sustancias que el ser humano consume por otros artificialmente producidos, y suponiendo también que al detectarse alguna que tenga consecuencias negativas pudiese remediarse la situación bien con el consumo adicional de medicinas, bien con lo sustitución de esa sustancia, habríamos vuelto al dilema que presentábamos antes sobre el significado que esto tendría para la autonomía y la libertad del individuo.

La primera cuestión, la de la alternatividad de los procedimientos tecnológicos, nos lleva a la discusión de la relación entre tecnología y sociedad. De acuerdo al sueño moderno, se justifica la sustitución de un procedimiento por otra solamente cuando el segundo promete ser ‘mejor’ que el primero, donde por ‘mejor’ se entiende bien que demande menos trabajo, bien que produzca más bienes. Marx, por ejemplo, suponía que el tránsito de una forma de producción a otra se ha debido siempre al desarrollo de las fuerzas productivas, esto es, al mejoramiento de la capacidad productiva de la sociedad en su conjunto, de modo que en cada caso se ha alcanzado un mayor nivel de beneficios. El inglés Wilkinson, entre otros, ha revisado de manera intere sante la tesis de Marx, que rezuma opptimismo decimonónico, y ha presentado argumentos convincentes para demostrar que el tránsito de un sistema de producción a otro no se ha hecho porque se esperase una mejoría, sino, justamente, porque se quería mantener algo de lo que se poseía frente a la amenaza de perderlo todo. Así, Wilkinson señala que la renuncia a la caza y pesca como medio de subsistencia a favor de la agricultura no puede en ningún caso, y en base a ningún criterio sensato ser considerada algo ventajoso por quienes debieran resignarse a ello. En efecto, la caza garantiza, cuando hay qué cazar, una alimentación mejor en términos de consumo de proteínas, que la agricultura, con la ventaja adicional de requerir un menor esfuerza en térmi nos de horas de trabajo. De otro lado, si bien la mecanización y la automatización han creado en algunos países la posibilidad de reducir la jornada de trabajo, no hay indicios de que hayan tornado el trabajo de las mayorías ‘más humano’, pues han aumentado los niveles de regimentación, control y supervisión de funciones de manera realmente considerable.

Las aspectos que hasta ahora hemos visto podrían denominarse cuestiones “intra—tecnológicas”, en cuanto que están referidas a las limitaciones que podrían imponerse al proceso de desarrollo tecnológico a partir de las consecuencias que, por la naturaleza misma de la tecnología, ese proceso vaya generando. Pero el examen de la tecnología no puede estar completo si no se consideran también los factores ‘extra—tecnológicos’ que parecen ser determinantes para el desarrollo de la tecnología, y que, sin duda, lo fueron en su gestación.

Esta distinción es importante, porque cuando no se lo formula con claridad puede embrollarse la discusión sobre la tecnología al punto de hacerse inintelegible. Sobre la energía nuclear y las armas nucleares, por ejemplo, pueden plantearse dos cuestiones vinculadas pero distintas en su naturaleza. La primera es si existe o no la posibilidad técnica de eliminar los residuos nucleares de modo no nocivo ni a corto ni a largo plazo para el ser humano. Una respuesta negativa implicaría, en un mundo sensato, que no se produzca energía nuclear. La otra cuestión es si puede o no puede superarse la estructura política actual del mundo, de modo tal que pueda evitarse el peligro de una guerra nuclear.

A un cierto nivel, esta segunda cuestión es extra-tecnológica, sin embargo hay otro nivel en la que está muy íntimamente vinculado con la naturaleza de la tecnología, puesto que la tecnología es, según hemos visto, un medio de dominación. En verdad, desde la conquista española de América, parecería que la superioridad técnica ha sido el más importante instrumento con el que han contado unos grupos humanos para someter a otros a su control. Puede decirse a este respecto, según vimos, que la técnica es neutra, y que así como unos lo usan para someter y esclavizar a sus semejantes, otros la pueden usar para liberarse de la esclavitud. La cosa, sin embargo, no es tan simple, porque cabe aquí la pregunta si la tecnología que fue desarrollada en un mundo poblado de estados y de individuos que, enfrentados entre si, aspiraban a conquistarse, dominarse y controlarse unos a otros, podría no haber servido a esos fines.

A pesar de los impresionantes y eruditos esfuerzos de John Nef por demostrar que el mayor desarrollo científico y tecnológico de Occidente se ha logrado en épocas de paz prolongado, parece haber suficiente evidencia, como últimamente lo han tratado de demostrar Mc Neill y otros, para pensar que ha habido siempre una estrecha vincula ción entre la guerra y sus requerimientos y el desarrollo tecnológico. La ventaja tecnológica da, casi automáticamente, una ventaja militar y, en consecuencia, política. Esto llega al extremo que en países donde el incentivo del mejoramiento individual no tiene fuerza deter minante en el encauzamiento de la acción social colectiva, como por ejemplo en la Unión Soviética y más reciente y claramente en la China, es el estado el que incentivo la innovación tecnológica con el fin explicito de derivar ventajas político—militares.

En los últimos decenios, al haberse hecho más marcada aún la brecha tecnológica entre los países del norte y del sur, la posesión de medios tecnológicos y su producción ha devenido en la principal fuente de dominación económica.

Al respecto, Kant había prevista una suerte de salto dialéctico hacia adelante a partir de la tecnificación de la guerra. Cuanto más perfectos son los medios de destrucción, decía Kant, tanto mayor será su fuerza destructiva. Este proceso continuará, impulsado tanto por la lógica interna del desarrollo técnico, como por las exigencias de la política internacional, hasta el punto en que los bandos en pugna posean armas capaces de aniquilarlos a ambos y junto con ellos, a la humanidad entero. Suponga Kant que en ese caso, confrontada la humanidad con el dilema de actuar ‘racionalmente’ o destruirse, optaría por lo primero e inauguraría así un nuevo periodo de su historia, el período de paz perpetua. En principio, deberíamos ya haber entrado a ese periodo. Sin embargo, contrariamente o lo que supone Kant, hoy es más factible que nunca la posibilidad de una guerra generalizada de aniquilación. La paz perpetua requeriría que los gobiernos renuncien a competir entre si por los recursos y por el dominio del mundo o de sus regiones. Que eso suceda no depende únicamente, como lo asumía el bueno de Kant, de que las gobernantes de las diversas naciones actúen de buena fé, para usar su expresión, con buena voluntad, sino de que cambien totalmente las concepciones que sustentan tanto la vida internacional como la vida al interior de cada nación, y que se basan justamente en la noción de ‘dominio’ que, como vimos es la base de lo tecnología moderna. Si la tecnología sirve para producir armas no es porque cualquier cosa, cualquier herramienta pueda ser utilizada para agredir sino porque fue inventada para facilitar la dominación del hombre sobre la naturaleza y sobre sus semejantes. La tecnología no fue inventada para que el hombre domine sus pasiones, sino por el contrario, para que las libere, y una de esas pasiones es precisamente lo que lleva a querer dominar. De otro lado, pocas veces tiene la técnica un uso tan dañino y atroz que cuando se pretende con ella ‘controlar’ las pasiones de las gentes, porque ese control, en el estilo normal de la ciencia, no puede lograrse sino ‘desmembrando’ el alma del sujeto cuya pasión se desea controlar.

No es casual tampoco que el desarrollo de los procedimientos tecnológicos derive hacia la automatización, hacia la centralización del control, hacia la cibernética. Normalmente se alega que el control centralizado de los procedimientos tecnológicos tiene lo ventaja de garantizar un alto grado de ‘eficiencia’. Eficiente es algo cuando conduce por el camino más directo posible al objetivo o meta que se había trazado previamente. Como hemos visto, ese tipo de eficiencia es justamente la que desea la tecnología moderna para responder al ritmo impuesto por las pasiones humanas. La búsqueda de eficiencia lleva a la cibernética. Lo más interesante de notar a este respecto es que a lo que más se aspira a controlar en la actualidad no son procesos mecánicos, sino circuitos de información y de conducta. Rápidamente, pues, se ha pasado de la convicción que el mundo y el cuerpo humano son máquinas susceptibles de ser controlados, o la convicción de que el espíritu es también controlable, en la medida que semeja una computadora. El control integral del hombre tiene por objeto una mayor eficacia y rendimiento en su actividad social. El individuo, que quería autonomía y libertad, pasa así a ser una pieza o mejor, una ficha en un sistema que le exige ‘eficiencia’, y que se juzga a sí mismo funcional y no moralmente.

Tecnología y Tercer Mundo

La discusión sobre la tecnología se ha centralizado hasta el momento en los países donde mayor desarrollo ha logrado. En los países llamados del Tercer Mundo, en los que no se produce mayormente tecnología, y que, por el contrario, son importadores netos de ella, cuando se discute sobre el asunto se lo hace casi exclusivamente para examinar la mejor manera de obtenerlo o, como se dice usualmente, de asegurar su transferencia. Dado que esas países se han percatado claramente que su dependencia y su subordinación son en gran medida producto de su inferioridad técnica, no se muestran muy propensos a cuestionar la conveniencia de hacerse de tecnología, y consideran esotéricas y puramente académicos temas como los que hemos venido tratando.

Hay varias cosas que conviene considerar en este contexto.

Uno de los escritores más ingenuamente optimistas sobre el progreso tecnológico y sus consecuencias benéficas a largo plazo, el norteamericano Walter Buckingham, sostiene sin embagues que la tecnolo gía moderna con su alto nivel de automatización es francamente incompa tible con la existencia de estados pequeños: “La técnica sobrepasa en todas partes las fronteras geográficas y políticas. La mayoría de los más de cien estados que constituyen nuestro mundo son demasiado pequeños para beneficiarse cabalmente de los frutos de la automatización”. Esto, que para el autor es motivo de regocijo, es para los gobernantes de las naciones aludidas, interesados en consolidar su dominio sobre los territorios y las gentes que los habitan, razón poro preocuparse mucho. De un lado piensan en términos tradicionales de ‘soberanía’ y ‘autodeterminación’, de otro lado deben percatares que tales conceptos son solamente ficciones ante la avasalladora ventaja de los países industrializados. Les queda entonces sólo tres alternativas: o renun ciar al ‘estilo de vida occidental’ y condenares a ser vistos por el resto del mundo como entes primitivos, o aceptar su condición de subordinados o, por último, tratar de construir, accediendo a disolver sus propios estados en el proceso, entes políticos lo suficientemente grandes como para aspirar a un alto grado de tecnificación.

Esta último es hasta ahora una mera posibilidad teórica porque no hay un solo caso en el mundo actual de un estado que haya renunciado voluntariamente a su ‘soberanía’.

Pero supongamos que un estado lo suficientemente grande como la India o el Brasil logren ‘importar’ tecnología, como en cierta manera lo han hecho. Recientemente se han podido constatar varios problemas generados por ese proceso. En primer término, resulta claro que si por importar tecnología se entiende importar aparatos, el problema inicial en lugar de resolverse se agrava, pues aparte de las dificultades económicas definibles en términos del intercambio desigual que eso entraña, la dependencia tecnológica se agudizo, dado que el funcionamiento de un aparato productivo dotado de técnica extranjera depende para su mantenimiento de quienes producen, renuevan o inventan la técnica.

De otro lado, la transferencia no de aparatos sino de procesos completos, que medida en términos cuantitativos parece aproximar a los países que han optado por ello a niveles de ‘industrialización’, no es sino un espejismo más, porque no resuelve el problema clave de la producción o invención de esas procedimientos. Mientras la India y el Brasil empiezan a producir carros y tanques, o aviones, los países europeos y los Estados Unidos ya producen cohetes. El Brasil y la India, por seguir con nuestro ejemplo, aún la China no han demostrado haber podido crear las condiciones que facilitan la invención de nuevas tecnologías, pero es precisamente esa capacidad la que es relevante en las relaciones de poder internacionales.

El problema, a mi parecer, radica en que no se ha comprendido que transferir tecnología es transferir una cierta concepción del hombre y de los fines de su existencia. Es en el marco de la sociedad capitalista, poblada par egoístas, esto es, por individuos movidos por la pasión y dotados de razón calculante, donde se ha inventado y desarrollado la tecnología, y no hay pruebas, hasta el momento de que pueda desarrollarse con igual velocidad en otro tipo de sociedad. Las sociedades no pobladas por individuos, sino por ciudadanos, donde se ha desarrollado la tecnología, no han demostrado poseer inventiva sino en el reducido campo de la tecnología militar, y esos desarrollos bien podrían depender, en gran medida, de conocimientos básicos desarrollados inicialmente fuera de su ámbito.

Lo que debe examinarse con gran cuidado, por ende, es si es o no posible una tecnología de otro tipo, que corresponda a una imagen distinta del hombre y que pueda permitirle lograr fines distintos, más humanos y más deseables intrínsecamente que lo que la tecnología actual ofrece.

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